El mercado tiene un rinconcito, si no para todos los hombres, sí para
todos los tipos humanos. No es escrupuloso ni puritano: puede vender
-que no vendar- todas las heridas, rentabilizar todas las miserias,
sacarle el jugo a todas las adversidades del destino. Hace unos días
leía en un periódico español un titular muy enigmático: “Almirall vende
su franquicia respiratoria”. Enseguida mi imaginación literaria se puso a
pedalear en el vacío, agarrada con horror a medias palabras, y acabó
fantaseando con la idea de una mujer hermosa, criatura casi mitológica,
que había vendido el aire de sus pulmones. Y a continuación se me
ocurrieron titulares semejantes e igualmente estremecedores: “Las
mariposas venden sus alas” o “las sirenas venden sus colas” o “los
dragones venden el fuego de sus bocas”.
Era todo una fantasía. Pero
bastante atinada, la verdad. Amirall, como es sabido, es una empresa
farmacéutica y lo que ha hecho ha sido vender “a la compañía
AstraZeneca”, dice la noticia, “los derechos de desarrollo y
comercialización de su negocio respiratorio, incluyendo los
derechos por ingresos procedentes de alianzas con terceros y la
investigación de nuevas terapias”. Es decir, Amirall, que es menos una
mariposa que un dragón, ha vendido, en efecto, el aire de los pulmones,
pero no el de los suyos (que no tiene, pues respira, como un vampiro
aéreo, en los bronquios ajenos) sino el de millones y millones de
personas que dependen de sus medicamentos. Lo que está mal, en todo
caso, no es que Almirall haya vendido la libertad de respirar de los
humanos sino que fuera hasta ahora dueña de ella; la expresión “negocio
respiratorio” usada con toda naturalidad en la noticia revela toda su
violencia monstruosa si la asimilamos a otras fórmulas que nos suenan
todavía chirriantes: “derechos caníbales”, por ejemplo, o “compra-venta
de niños”. No conviene resignarse ni acostumbrarse a los malos tratos:
ni a los físicos ni a los verbales.
El mercado tiene un
rinconcito, si no para todos los hombres, sí para todos los tipos
humanos. No es escrupuloso ni puritano: puede vender -que no vendar-
todas las heridas, rentabilizar todas las miserias, sacarle el jugo a
todas las adversidades del destino. Leía hace unos días otra noticia en
apariencia más esperanzadora pero también extraña. Winnie Harlow, una
jovencita de veinte años que padece vitíligo, se ha convertido en una de
las modelos estrella de la firma de ropa Desigual. El vitíligo, como es
sabido, es una enfermedad degenerativa e incurable, aunque no mortal,
que destruye las células responsables de la pigmentación de la piel, de
manera que el cuerpo aparece parcheado de manchas blancas más o menos
grandes y más o menos repartidas de la cabeza a los pies. Sus víctimas
han sufrido habitualmente el rechazo social o, al menos, el disgusto
individual de los más cercanos. En el caso de Winnie, que es negra y
además muy bella y se exhibe casi desnuda, el efecto es notablemente
vistoso y, si provocativo, nada desagradable. Sería cruel no alegrarse
de que una persona aquejada de una enfermedad socialmente disuasoria
haya encontrado una vía hacia el reconocimiento y la autoestima, pero
que esa vía sea precisamente el mercado -y el mercado de la belleza
femenina- genera efectos cuando menos sorprendentes: “si se encontrase
una solución”, dice Winnie, “ya no querría curarme”. Si subordinamos los
dos titulares de la noticia encontramos la explicación a una frase tan
contraria, en apariencia, al sentido común. “Con vitíligo desde niña, la
modelo ha aceptado sus imperfecciones”, dice el primer titular y “de
hecho las ha convertido en negocio”, dice el segundo. Es decir: “la
modelo ha aceptado sus imperfecciones porque las ha convertido en negocio”. Desigual
ni elimina ni integra sus “imperfecciones”: sólo como “imperfecciones”
aportan un valor añadido a la empresa; sólo si sigue “enferma” Winnie
seguirá cobrando su sueldo. Los mendigos de El Cairo -nos contaba Naguib
Mahfuz- vivían de sus mutilaciones y algunos se las practicaban
voluntariamente para excitar la compasión y ganar más dinero; y muchos
“fenómenos de feria” -enanos o mujeres barbudas- consiguieron sobrevivir
en siglos oscuros gracias a la explotación de un empresario y a la
curiosidad enfermiza de los visitantes. El resultado no es el mismo,
pero la lógica sí. Y esa lógica no es la de la integración social de las
víctimas del vitíligo -feas o guapas- sino la de la explotación
mercantil de una víctima individual a cuya belleza el vitíligo añade una
rareza que funciona a modo de provocación estética y, por lo tanto, de
incentivo económico.
El mercado tiene un rinconcito, si no para
todos los hombres, sí para todos los tipos humanos. No es escrupuloso ni
puritano: puede vender -que no vendar- todas las heridas, rentabilizar
todas las miserias, sacarle el jugo a todas las adversidades del
destino. En el mismo periódico, el mismo día, leía otra historia
conmovedora y ejemplar. Noah Galloway, un ex-marín que perdió el brazo y
la pierna derecha en Iraq y que se apoya sobre una robótica prótesis,
se ha convertido en el hombre más bello del mundo, según la revista Men's Heltlh
, y trabaja también como modelo. Alcoholizado y deprimido tras su
mutilación, el amor a sus hijos y su esposa le permitió superar el
trauma y volver a entrenarse para alcanzar -dice la noticia- “un cuerpo
10”. En Iraq, país ocupado, dio también muestras de su capacidad de
supervivencia antes del bombazo que cambió su vida: “Yo iba siempre con
una sonrisita tonta por el campo de batalla”, dice. Y añade: “ Uno de
mis compañeros me preguntó: '¿Cómo puedes estar así, si vivimos en el
infierno?' Y le dije que estabámos haciendo lo que la mayoría de la
gente no puede, que era estar dentro de una película en la que nosotros
éramos las estrellas, los protagonistas. Eso me ayudó a seguir
adelante". La ficción y el mercado han ayudado a Galloway a superar su
drama individual, pero no a comprenderlo ni, desde luego, a comprender
el mundo en el que vive. La “película” de Iraq, de la que forma parte su
mutación de marín en modelo, revela la dimensión subjetiva de un
universo real en el que caen bombas sobre niños que no son los hijos de
Noah y mujeres que no son sus esposas.
En todo caso, los
ejemplos vivificantes de Winnie Harlow y Noah Galloway sirven para hacer
películas y vender bikinis, pero es poco lo que contribuyen a aliviar a
los excluidos, los enfermos y los inválidos. No es que el mercado haya
integrado a las víctimas del vitíligo y a los mutilados de guerra en la
sociedad; es que ha integrado el vitíligo y la mutilación en los cánones
de la belleza mercantil. La “belleza” y la “moda” son también campos de
batalla donde hay que disputar la hegemonía estética y cultural al
capitalismo y de nada sirve despreciar o condenar sus propuestas. De lo
que se trata, como en el caso de la salud, es de que dejen de ser un
negocio “respiratorio” en el que muy pocos se hacen ricos, sólo algunos
alcanzan la salud y la belleza y la mayor parte tienen que vender sus
pulmones o su vitíligo para poder sobrevivir. Junto a la droga, las
armas, la prostitución, la pornografía y el alcohol, la salud y la moda
ocupan un lugar privilegiado en el ranking de los negocios más
lucrativos del mundo. Las farmacéuticas, por ejemplo, mueven unos
700.000 millones de dólares al año seleccionando a sus enfermos e
impidiendo que sus tratamientos lleguen a todos los habitantes del
planeta. La moda, por su parte, genera sólo en España beneficios de en
torno a los 35.000 millones de dólares y Amancio Ortega, dueño de
Inditex y el hombre más rico del país y uno de los más ricos del
planeta, tiene una fortuna personal valorada en 38.000 millones,
conseguida gracias a la explotación laboral y la esclavitud infantil en
Marruecos y la India (según denuncia del Centre for Research on Multinational Corporations
). El mercado, sí, tiene un rinconcito para todas las heridas humanas,
por las que sangran millones y millones de dólares todos los días.
Detengamos la hemorragia, por favor, curemos el vitíligo y protejamos la
belleza de los que quieren que las mariposas vendan sus alas.
Santiago Alba Rico
La Calle del Medio