Por: Dra. Blanca Solares Altamirano bsolares@servidor.unam.mx Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias Una característica, en el mundo humano, parece constituir la marca distintiva de la vida del hombre. La reproducción de su existencia no sólo se realiza de manera funcional y mecánica sino de forma esencialmente distinta y cualitativa. Todo organismo, hasta el más minúsculo, se ha adaptado a su medio ambiente, no podría sobrevivir sin la cooperación y el equilibrio de su propia estructura orgánica, que le hace capaz de recibir los estímulos generados de su medio a la vez que de dar respuesta al mismo hasta adecuarlo a su sobrevivencia material. Pues bien, el hombre se adapta también a su medio exterior a través del mismo método o sistema activo del conjunto de sus capacidades “receptoras” y “emisoras” - o de captación y respuesta activa de su organismo propio pero, a diferencia de los animales, hallamos en el hombre como eslabón intermedio, algo que desde la perspectiva de una hermenéutica filosófica y antropológica de la cultura, podemos llamar “dimensión simbólica”. En el primer caso, la respuesta del animal a los estímulos del medio es directa e inmediata; en el segundo, la respuesta es demorada, interrumpida y retardada por un lento proceso de desciframiento, comprensión o interpretación de la realidad. No hay salida a este orden natural humano. El hombre no puede escapar de su propio logro. No sólo se adapta al medio social-material del universo sino que a través de un proceso de interpretación consustancial a su naturaleza, al mismo tiempo, re-crea la realidad como universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte y la religión no son sino partes constitutivas de los diversos hilos que tejen la complicada urdimbre de la experiencia humana. El gato, por ejemplo, lejos de ser percibido como un simple felino perteneciente a la clase de los mamíferos y vertebrados, según la biología, ha sido el receptáculo de diversas proyecciones emotivas de los hombres en diferentes culturas. En el antiguo Egipto, dos mil años antes de nuestra era, se le empezó a adorar como un animal sagrado, asociado a la Diosa Isis. En la XXII Dinastía, como hija de Isis y de su esposo Osiris, surgió la figura de la diosa femenina Bastet, Diosa con cabeza de gata, a la que como a una de las principales deidades de Egipto, se le construyó su templo en el centro de ciudad rodeado de agua. A la misma Bastet, identificada también con su padre Ra, Dios de la vida, se le atribuía el que cada noche se enzarzara en una lucha de proporciones cósmicas con Apofis, la serpiente de las tinieblas. Al gato, se le adoraba así también en relación con la luna. Se decía que, durante la noche, cuando los rayos del sol eran invisibles para los humanos, estos se reflejaban en los ojos del gato, tal y como lo hace la luz del sol en la Luna. Según el mito cuando los dioses griegos huyeron a Egipto perseguidos por Tifón, Artemisa la diosa virgen de la naturaleza vinculada a la fertilidad y a la tutela femenina en el parto, se transformó en una gata y se refugió en la Luna. De la misma manera, Hécate, la bruja, la Madre Terrible, el lado perverso de la feminidad, causante de la locura y la obsesión, se convirtió en una gata. En la Edad Media, el gato se asociaba al poder del diablo. Se decía que las brujas podían colocar sus almas en el interior de los gatos negros. Paralelamente a la condena del catolicismo de la sexualidad, al gato negro se le asoció con el lado sombrío de la Virgen María. Los numerosos sacrificios de gatos en la Francia católica romana y en Inglaterra perseguían la destrucción de las proyecciones humanas sobre el animal, tanto si se trataba de experiencias psíquicas luminosos como oscuras. Como símbolo semejante al de la serpiente, el gato oscila entre la malevolencia y la benevolencia. Otros aspectos proyectados en el gato eran, por ejemplo, que se creía que las orgías sexuales de Bastet incrementaban la fertilidad vegetal, humana y animal. Al mismo tiempo, que las orgías del gato negro practicadas en las noche de luna nueva producían la esterilidad, que la relación sexual con el diablo, que tomaba la forma de gato, no daba frutos, y causaba la destrucción de los cultivos. Del gato blanco, por el contrario, se decía que curaba y velaba a los enfermos, que combatía los venenos y que ayudaba a la recuperación de las personas, se creía que su cola servía para curar la ceguera, de la misma manera que se la consideraba una especie de órgano de equilibrio del animal. Al gato se le asociaba igualmente con la inmortalidad. Según una creencia gnóstica, en el Jardín del Edén, un gato custodiaba el árbol de la vida y el conocimiento del bien y del mal. Hasta aquí, apenas si hemos mencionado algunos de los significados simbólicos del felino, lo que interesa dejar en claro es que, como decíamos antes, el hombre no puede enfrentarse con la realidad de un modo inmediato. No ve a la realidad como si dijéramos cara a cara. En lugar de tratar con las cosas mismas, conversa consigo mismo y al hacerlo se envuelve en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos y en complejos rituales religiosos. Pese a la preeminencia de la perspectiva supuestamente racional y objetiva de la conciencia moderna, el mundo del hombre no es el de los hechos crudos ni está determinado por la satisfacción de sus necesidades y deseos inmediatos, vive más bien y satisface esas necesidades en medio de emociones, temores, ilusiones, fantasías y sueños, pese a la constante amenaza de los medios de comunicación de masas y el complejo de la cultura industrial, empeñados ambos en obstaculizar la dimensión simbólica del hombre y la reducción de la realidad a significados homogéneos y unilaterales. Lo que perturba y alarma, no son pues “las cosas” sino sus mortales figuraciones, emanadas de la falta de simbolización tan propia de nuestra época. |