No daba un paso sin consultar con sus magos. Antes de las batallas, después o incluso en sueños... cualquier señal era susceptible de convertirse en un buen –o mal- augurio a ojos del más grande conquistador de todos los tiempos. Sin duda, la vida de Alejandro Magno estuvo marcada por la magia.
por Mariano Fernández Urresti
El próximo 5 de enero se estrena en nuestro país la película Alejandro Magno, del director Oliver Stone, una historia sobre la vida y hazañas del gran conquistador, sin duda una de las figuras más legendarias de la historia. El hijo del rey Filipo de Macedonia y de la princesa Olimpia nació en 356 a.C. y a lo largo de sus 33 años de vida labró a golpe de espada la carrera militar más impresionante de cuantas haya habido. Sin embargo, esa historia escrita en sangre tiene capítulos menos conocidos, aquellos que se leían observando el vuelo de las aves, prestando atención a las evoluciones de la luna o interpretando el futuro según le fuera al invencible guerrero en sus sueños. Y para eso, fueron imprescindibles los magos.
El historiador José María Blázquez ha escrito que “Alejandro creía que los dioses indicaban a los hombres los caminos a seguir a través de signos, símbolos y hechos de la vida cotidiana”. Y junto a él estuvieron siempre hechiceros, augures y magos que le leían ese porvenir diario como si de un periódico se tratase.
Autores clásicos como Arriano, Diodoro Sículo, Plutarco o Calístenes se ocuparon de relatar las hazañas de este héroe sin par que se creyó, como veremos, hijo de la divinidad. Y a lo largo de esos perfiles biográficos topamos con personajes como Aristandro, Pitágoras o Cleómenes, los augures del más grande conquistador de todos los tiempos.
Busto de Alejandro Magno
Cosa de magos
Blázquez y otros historiadores recuerdan que, del mismo modo que Alejandro absorbió en su conquista costumbres y usos de los pueblos que iban quedando bajo su jurisdicción, así ocurrió también con los nigromantes y magos, a los que el rey acudió en numerosas ocasiones. Y eso ocurrió también con los caldeos, tal vez los mejores magos de Oriente.
Arriano menciona en sus escritos a una anónima mujer siria que al parecer tuvo bastante influencia en el rey. Y ella, al contrario que otros hechiceros que observaban con atención el vuelo de los pájaros para hacer sus vaticinios, conseguía sus privilegiadas informaciones mediante lances extáticos.
Alejandro la quiso tener a su vera siempre, especialmente después de que en mitad de un trance, y cuando el rey había abandonado una fiesta en la que había permanecido hasta aquel instante, la bruja le instara a que regresara y bebiera toda la noche. Alejandro cumplió el mandato que creía divino y así pudo tener noticia de una traición que se estaba urdiendo a sus espaldas y logró evitarla.
Otra de las fórmulas adivinatorias utilizadas por el hijo de Filipo de Macedonia fue la de escrutar las entrañas de los animales. Blázquez relata que ésa era la manera de actuar de Pitágoras, otro mago del que da cuenta Plutarco. Para él, por ejemplo, si un hígado carecía de lóbulo, era anticipo de desgracias. Y aunque a nosotros, desde la distancia de los siglos y las ciencias, nos pueda parecer absurda semejante conclusión, para hombres que creían convivir con los dioses y que éstos interferían en la vida de los mortales mediante signos y señales, aquello no era cosa que se pudiera pasar por alto con alegría.
Sueños y presagios
Se cuenta también que los sueños del rey eran un pozo de sabiduría. Si se sabía leer con atención lo que en ellos ocurría, muchas cosas se podían sacar en limpio para labores futuras. Y fue el caso de un sueño que Alejandro tuvo en vísperas del asedio de la ciudad de Tiro. Según parece, el monarca vio cómo Heracles le llevaba de la mano al interior de la ciudad, y Arriano refiere la lectura que de ese sueño hizo Aristandro, para quien no había la menor duda: la ciudad caería en las redes del macedonio. Y así fue.
El profesor Blázquez ha escrito que “el último augurio que Alejandro oyó en su vida fue al cruzar el Tigris camino de Babilonia”. Según parece, un grupo de magos caldeos le salió al paso y le rogó que no fuera a Babilonia, pues el dios Marduk les había anticipado que el mal aguardaba al conquistador si iba a esa ciudad. Pero Alejandro, sorprendentemente, no les hizo caso. La muerte estaba a un paso de morder al rey, y eso ocurrió en junio del año 323 a.C. Para unos autores fue producto de la malaria; para otros, de la leucemia, pero no faltan quienes apuntan al envenenamiento.
Arriano recoge en sus obras los múltiples presagios negativos que anticiparon la muerte de un rey aficionado a la bebida, promiscuo, lujurioso, feroz, cruel y megalómano, pero genial, que siempre será considerado el más grande conquistador de todos los tiempos.
En el oráculo de Siwa
Entre todos los oráculos de la época, el que marcará para siempre a Alejandro será el de Siwa, en el desierto libio. Y aunque tal vez al lector le resulte menos conocido que el de Delfos (ver recuadro), podemos asegurar que era tal vez más poderoso a ojos de aquellas gentes. Muchos grandes hombres de Grecia, incluido el padre de Alejandro, habían peregrinado hasta este santuario de Amón.
El oráculo se encontraba en mitad de un oasis. Se dice que había allí una fuente de agua fresca al mediodía y templada al atardecer. Heródoto habla de ella y se ha querido ver en la misma una fuente de origen volcánico. Los autores clásicos ofrecen descripciones ampulosas de cuánto había en el oráculo de Siwa: la estatua del dios estaba cubierta de joyas, había no menos de ochenta sacerdotes a su servicio, una constelación de vírgenes velaba porque todo estuviera en perfecto estado de revista...
La consulta de Alejandro fue decisiva para que se creyera hijo de la divinidad y, por tanto, un ser no mortal. El rey, que se creía descendiente de héroes como Perseo o Heracles, los cuales habían ido alguna vez en sus vidas a Siwa, quería hacer lo mismo que ellos habían llevado a cabo en tiempos lejanos. Y se encaminó hacia Siwa...
Autores como Arriano proponen que el viaje comenzó en la ciudad de Paratonio y les llevó a atravesar el desierto a lo largo de casi 300 kilómetros. Blázquez recupera el relato del autor clásico subrayando lo anómalo que fue que, en medio de aquel reseco paraje, lloviera durante el viaje. Obviamente, todos dieron aplauso a los dioses por lo que era un buen presagio. Luego resultó que los guías se perdieron, aunque pronto los dioses actuaron y pusieron al frente de la comitiva a dos serpientes que, silbando, les condujeron a su destino.
Al parecer, cuando Alejandro consultó al oráculo no sólo se le garantizaron los éxitos que luego llegaron, sino también su filiación divina. De igual modo que se había dicho que Zeus había sido el padre de Heracles y de Perseo, Alejandro salió convencido de que su padre era en realidad Zeus Amón.
Tal vez haya que tener en cuenta en este punto que, siendo ya mozo Alejandro, su padre Filipo se casó con una aristócrata macedonia y su madre se exilió por tal ofensa. Y Alejandro siempre había estado más cerca de Olimpia que de Filipo, hasta el punto de que el asesinato de Filipo a manos de Pausanias ha sido visto por algunas fuentes como obra Olimpia o quizá del propio Alejandro, que lo instigaron en la sombra. Quizá por eso Alejandro prefirió un padre divino, además de por las obvias ventajas que eso siempre reporta.
El rey-dios
Los autores clásicos describen la visita del rey al dios. Blázquez recupera la anécdota que asegura que un anciano salió al paso del monarca y le dijo: “Salve, hijo, recibe el saludo del dios”. Y Alejandro no necesitó más para sentirse hijo de Amón. Y así respondió, según la misma fuente: “Sí acepto, padre, y en el futuro me llamaré tu hijo. Dime si me concedes el dominio de la tierra”. Y, por supuesto, un padre nunca niega nada a un hijo.
Sin embargo, la última pregunta de Alejandro al dios no parece lógica después de creerse él mismo de filiación divina. Veamos: “Responde, dios, a mi última pregunta: ¿he castigado a todos los asesinos de mi padre o se han escapado algunos?”. A lo que el sacerdote respondió con mucha más coherencia: “Cállate. Ningún mortal podrá hacer nada contra el que te ha engendrado. Todos los asesinos de tu padre han sido castigados. Prueba de tu filiación divina será el gran éxito de tus empresas, y serás siempre invencible”.
Alejandro, un dios. He ahí la conclusión de la visita. Y es que Plutarco cuenta que Olimpia le había dicho en cierta ocasión que una serpiente era quien la había fecundado.
Tras aquella visita a Siwa nada será igual para Alejandro, quien pasa a ser divino. Es decir, un faraón de Egipto asimilado a Amón. Una divinidad que, según los autores clásicos, sería después confirmada por otros dos oráculos: el de los Bránquidas junto a Dídima y el de la Sibila de Eritrea.
No es de extrañar, como recuerda Blázquez, que a partir de entonces Alejandro decida ser reconocido por todos como dios viviente. Así, se cuenta que fue partidario de las proskynesis, gesto de adoración de rodillas ante el dios. Y vestido al modo persa, mundo donde ese gesto ya era costumbre, fue fraguando su delirante idea de convertirse en un dios en vida.
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