Un hombre debe desarrollar su conciencia acerca de las cosas más triviales. Por ejemplo, al comer debemos estar concientes de lo que comemos, incluso de los ingredientes del plato, y de cuándo hemos comido lo suficiente... Una persona que lee mientras come no está verdaderamente atenta ni a la lectura ni a la alimentación. –Doctor Saddahatissa, profesor de budismo de la Maha Boddhi Society, Inglaterra.
Es común oír la frase “¿come para vivir o vive para comer?” cuando una persona le presta demasiada atención a la comida. En la cocina monástica, tal dicotomía no existe. Allí, lo sagrado depende de una íntima relación con los alimentos. Desarrollar la conciencia necesaria para reconocer el momento exacto en que se debe sacar una torta del horno no es algo que se aprenda con el primer intento. El aprendiz seguramente hará unas cuantas tortas quemadas, desinfladas o crudas antes de lograr la que tenga la consistencia justa. Por eso, se dice que aprender a cocinar es como aprender a vivir.
En una historia zen, un discípulo pregunta: —Todos los días nos vestimos y comemos. ¿Cómo podemos dejar de vestirnos y de comer? Y el maestro responde: —Nos vestimos, comemos. —No comprendo. —Si no comprendes, vístete y come.
La vida cotidiana es terreno fértil para esta conciencia. La cocina no es un medio que quita tiempo a las actividades importantes de la vida. Es un fin que en sí mismo nutre corporal y espiritualmente. Es que cada tarea diaria exige al practicante un encuentro consigo mismo y con el cosmos, aunque ese uno mismo sea muy distinto del que se concibe en Occidente.
El sacerdote Edward Espe Brown, en su libro La cocina zen, propone preguntarse: ¿qué gusto tiene el tomate? Ser capaz de hacerse esa pregunta e intentar responderla puede ser el comienzo del camino. Si no somos capaces de percibir “la vibración jugosa, lujosa y carnosa esencial del tomate”, concluye, algo en nosotros se quiebra, el corazón se encoge y también nosotros “estamos secos y harinosos”, ya que buscamos afuera algo que nos haga sentir plenos. El refrán popular “estómago lleno, corazón contento” daría cuenta de ese buscar la saciedad en el exterior. Para el budismo, en cambio, ningún alimento en sí mismo puede calmar el hambre que hace que el ser humano se sienta vacío. Por eso se dice que aunque sea austera, la cocina monástica puede llenar mucho más que un plato suculento.
Rituales en el monasterio
En los monasterios zen siguen manteniéndose ciertas tradiciones en torno a la comida y a todos los aspectos que rigen la vida en comunidad: el baño, la limpieza, el trabajo. La disciplina monacal es rígida en cuanto a horarios y actividades. Y en ella abundan los rituales, himnos y oraciones (mantras).
Ricardo Dokyu, quien vivió durante cuatro años de la década de 1990 en Eiheiji, el templo matriz de la Escuela Soto del budismo zen, cuenta que su día empezaba a las 4.30 de la mañana en invierno y a las 3.30 en verano. Allí se dice que el día comienza cuando uno todavía no puede verse las líneas de las manos, aunque según las responsabilidades de cada monje esto puede variar.
Como los monjes meditan, duermen y comen en el sodo, no hay mesas ni sillas que den lugar a un gran despliegue de alimentos y bebidas. Desayuno, almuerzo y cena llegan en un solo cuenco, llamado orioki, envuelto en un paño. Con el cuenco ya servido en la mano, se entonan las cinco estrofas llamadas Go kan no ge (cántico de las cinco observaciones):
“Primero, esta comida llegó a nosotros a través de innumerables labores. Debemos reflexionar sobre esto.
Segundo, así como recibimos esta ofrenda debemos reflexionar si somos merecedores de ella en función de nuestra virtud y práctica.
Tercero, así como deseamos la condición natural de la mente para estar libres de apego, debemos estar libres de codicia.
Cuarto, recibimos esta comida como un buen remedio y para curar nuestro cuerpo.
Quinto, ahora recibimos esta comida para realizar el Camino.”
Y con el espíritu que emana de estas oraciones se come en silencio para estar concentrado en uno mismo y mantener la práctica.
El desayuno tradicional se llama okayu. Es una papilla de arroz, que se acompaña con pickles y se condimenta con gomasio. Además, hay un platito con verduras hervidas o prensadas y cocinadas con sal. Después de desayunar, se hace una limpieza general del establecimiento. Y luego viene el trabajo (samu), tarea que hacen todos los monjes juntos; por ejemplo, limpiar el jardín que rodea al monasterio o, en Japón, quitar la nieve en invierno.
A las 11.30 se almuerza, repitiendo las oraciones. Esta estricta práctica de rituales para comer, bañarse o trabajar sirve, según explica Dokyu, “para recordar por qué uno hizo abandono del mundo y entró al monasterio; por qué se rapó la cabeza. Así como uno se lava el rostro y come todos los días, esto sirve para recordarse que la práctica es todos los días y a cada momento”.
Tanto en el almuerzo como en la cena, el plato típico es la sopa de misó (que significa fuente de sabor), una pasta aromatizante fermentada, hecha con porotos de soja y/o cereales y sal marina. Y dos o tres platos de verduras. En verano puede haber más frutas, aunque todo depende de las donaciones que lleguen al monasterio.
Por último, la cena es a las 17.30, después de haber hecho otra sesión de samu o de haber participado de enseñanzas. Y nunca hay límites para la cantidad de comida, pero nadie debe servirse ni aceptar más de lo que considera estrictamente necesario. Debe ingerirse la totalidad de lo que se ha servido en el cuenco, que al finalizar cada uno enjuagará con agua tibia para tragar hasta el último resto de alimento. Es decir, el cuenco debe quedar vacío, sin desperdiciar absolutamente nada.
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