La escoba, ese utensilio doméstico que siempre conservamos afuera de la casa, allá junto al lavadero, debajo de la escalera, o bien escondido en el armario, presta un buen servicio a la familia: barre todo aquello que ha caído de la mesa, los borreguitos de pelusas que se esconden debajo de la cama, las telarañas que se tienden en las esquinas del techo... En fin, su vida siempre está al servicio de quien, como un amo, lo toma y lo dirige, pues son incapaces por sí solas de crear un solo movimiento, dependiendo de unas manos que dirigen. Quisieran siempre hacer una buena labor, pero todo depende de las manos directoras. Si ellas no saben manejarla, resultará que el lugar no quedará limpio, solamente embarrará la mugre o la esparcirá.
Su vida termina, cuando ya su misión ha sido cumplida, cuando sus cerdas se han desgastado a tal grado, que no puede realizar ya ninguna tarea. Entonces, el amo, aprovechando el toque de campana del camión de la basura, apresurará sus manos para tomar la escoba y aventarla al camión. Y allí comienza una nueva tarea: quizá las cerdas ya no sean útiles ¿pero, y el palo de la escoba? Todavía puede ser útil.
Pues bien, la vida del hombre también se asemeja a la vida de una escoba. Su vida entregada al plan de Dios supone el dejarse dirigir por Dios para realizar la misión que se le confía. No puede ser protagonista de ninguna tarea o misión, pues cuando esto sucede, cuando el deseo de ser el personaje principal, la misión nunca de nuestra tarea - misión. |