PROLOGO DEL TRADUCTOR
La novela La Raza Futura, cuya traducción al castellano ofrecemos a nuestros
lectores, es una exploración del porvenir; tanto más sorprendente cuanto fue
escrita (1871) en una época en que la ciencia, la mecánica y la electricidad se
encontraban en un estado casi embrionario. En esta obra, Lord Lytton se revela
como escritor de clara intuición, rayana en clarividencia; no de otra manera
hubiera podido desplegar ante el lector un panorama del desenvolvimiento
humano tan avanzado; el cual, si cuando escribió la obra pudo considerarse como
fantasía irrealizable, hoy, ante los progresos de las ciencias, de la mecánica, de la
electricidad aplicada y, sobre todo, de la aeronáutica y la radio, nos ha de parecer
no sólo realizable, sino en curso de realización.
El hecho mismo de situar en el centro de la tierra el escenario y el medio ambiente
del relato es, en cierto modo, simbólico; parece como si el autor quisiera indicar
que la humanidad, para alcanzar el grado de perfección de la raza futura y más
avanzada, cuyo cuadro nos presenta, tendrá que adentrarse más en sí misma; que
ha de descubrir todos los poderes en ella latentes; pues sólo así obtendrá la fuerza
Vril (tema central de la obra) con la cual conseguirá dominar no sólo a la
naturaleza de las cosas, sino también a la naturaleza inferior del hombre, a la vez
que ayudará a éste a descubrir el ser espiritual superior, que realmente es y que,
con el tiempo, habrá de manifestarse.
En estos tiempos de luchas enconadas, de intereses contra intereses, de ideales
contra ideales, y de los sistemas políticos entre sí, el panorama de la raza futura,
tal como nos la presenta Lord Lytton, puede ser como luz proyectada sobre el caos
en que la humanidad se debate, y haga pensar en un método mejor y más eficaz
que la violencia, para solucionar los conflictos entre naciones y establecer las
relaciones humanas sobre una base más justa, más racional y más firme, que
permita reanudar el avance de la civilización. La obra está llena de sugerencias,
dignas de que los pensadores las tomen en cuenta.
Sir Edward George Bulwer Lytton, primer Barón de Lytton, nació en Londres en
1803 y murió en Torquay, Devonshire, Inglaterra, en 1873. Desde temprana edad
se manifestó como poeta y dramaturgo. Obtuvo la medalla del Canciller, que se
concedía en la Universidad de Cambridge a los poetas noveles, por un poema que
compuso. Actuó en política; fue elegido repetidamente miembro del Parlamento; y
en 1858 fue Ministro de las Colonias con un gobierno conservador. Se le concedió
el título de Barón en 1866.
Fue un escritor muy versátil. Algunas de las muchas novelas debidas a su pluma,
han sido traducidas a varios idiomas; entre las más conocidas figuran: Los últimos
días de Pompeya y Rienzi. Otra obra notable, por su profundidad, es Zanoni, en la
cual Lord Lytton se nos revela como estudiante de la filosofía ocultista. En La Raza
Futura se nos presenta como profeta y como intuitivo de gran profundidad y clara
percepción.
F.B.
Soy nativo de los Estados Unidos de Norteamérica. Mis antepasados abandonaron
Inglaterra durante el reinado de Carlos II, y mi abuelo se distinguió algo en la
Guerra de la Independencia. Mi familia, por tanto, gozaba por su alcurnia una
posición social algo encumbrada y, como además era opulenta, a los miembros de
la misma se les consideraba como poco apropiados para el servicio público. Así, al
presentarse mi padre como candidato al Congreso, fue decididamente derrotado
por su sastre. Después de este fracaso, intervino poco en política y dedicó la mayor
parte del tiempo a su biblioteca. Yo era el mayor de tres hijos y fui enviado a la
edad de dieciséis años al viejo país; en primer lugar para que completara mi
educación literaria y en segundo para que me iniciara en los negocios, entrando a
trabajar en una casa de Liverpool. Mi padre murió poco después de cumplir yo
veintiún años. Como quedé en situación económica muy desahogada y era muy
aficionado a los viajes y aventuras, renuncié por el momento a la persecución del
todopoderoso dólar y me dediqué a recorrer el mundo sin rumbo fijo.
En el año 18 —me encontraba casualmente en... — y fui invitado por un ingeniero,
con quien había trabado relaciones, a visitar las profundidades de una mina cuya
explotación él dirigía.
El lector comprenderá, si es que sigue este relato, las razones que tengo para
ocultar todo indicio acerca del paraje a que me refiero y hasta quizás me
agradezca que me abstenga de toda descripción que pueda hacer posible el
descubrimiento del mismo.
Permítaseme, por tanto, que me limite a decir que acompañé al ingeniero al
interior de la mina y quedé tan extrañamente fascinado por las sombrías
maravillas de la misma y tan intensamente interesado en las exploraciones de mi
amigo, que decidí prolongar mi estancia en aquellos parajes y durante algunas
semanas descendí diariamente a las bóvedas y galerías, formadas por la naturaleza
y por el arte, en las entrañas de la tierra.
El ingeniero estaba convencido de que en el nuevo pozo, cuya abertura se había
comenzado bajo su dirección, se encontrarían yacimientos de mineral mucho más
abundante y rico que los descubiertos hasta entonces. Al profundizar este pozo,
dimos un día con un precipicio, cuyos lados aparecían erizados de rocas al parecer
chamuscadas, como si en un lejano pasado hubiese sido abierto por fuegos
volcánicos. Mi amigo se hizo bajar metido en una especie de jaula, después de
haber probado la respirabilidad de la atmósfera por medio de una lámpara de
seguridad. Permaneció cerca de una hora en el abismo. Cuando subió estaba muy
pálido y una ansiosa expresión meditativa ensombrecía su rostro; algo muy ajeno a
su carácter ordinario, el cual era franco, jovial y despreocupado.
A mis preguntas, contestó secamente que el descenso era poco seguro y que no
prometía ningún resultado. Se suspendió todo ulterior trabajo en el pozo y
volvimos a las secciones más conocidas de la mina. Durante el resto de aquel día el
ingeniero pareció dominado por un pensamiento fijo. Se mostró
extraordinariamente taciturno y en sus ojos se descubría una expresión de espanto
y confusión, como si hubiera visto un fantasma. Durante la velada, mientras nos
encontrábamos solos, sentados en el alojamiento cerca de la bocamina que
habíamos compartido durante casi un mes, dije a mi amigo:
"Dígame francamente, qué ha visto usted en el precipicio; estoy seguro que ha sido
algo extraño y terrible. Sea lo que quiera, ha dejado su mente en estado de dudas.
Sí es así, dos cabezas valen más que una. Tenga confianza en mí".
El ingeniero hizo cuando pudo para evadir mis preguntas; pero como mientras
hablaba bebía, casi sin darse cuenta, el contenido de una botella de brandy en
cantidad a la que no estaba acostumbrado, pues era hombre sobrio, su reserva fue
desapareciendo paulatinamente. Quienes quieran guardar secretos deben imitar a
los animales y beber solamente agua. Al fin, dijo:
"Se lo diré todo. Cuando la jaula paró me encontré sobre el borde de una roca;
debajo el precipicio descendía en plano inclinado a considerable profundidad, cuya
oscuridad mi lámpara no podía penetrar. Pero del fondo llegaba, con indecible
sorpresa para mí, una luz fija y brillante. Si se hubiera tratado de algún fuego
volcánico, habría sentido seguramente el calor del mismo. No obstante, aunque de
esto no me cabía duda, creí de la mayor importancia para nuestra seguridad, que
debía aclarar lo que hubiese. Examiné, pues, los costados del precipicio y vi que
podía aventurarme, por las proyecciones y bordes irregulares de las rocas, a lo
menos hasta cierta distancia. Salí de la jaula y descendí. A medida que me
acercaba más y más a la luz, el precipicio se ensanchaba, hasta que por fin, ante mi
inenarrable asombro, vi en el fondo del abismo, un ancho camino nivelado,
iluminado hasta donde alcanzaba la vista, por lo que me parecieron lámparas de
gas artificial, colocadas a trechos regulares como en las anchas avenidas de una
gran ciudad; oí, además, a distancia, como el zumbido de lo que parecían voces
humanas. Me consta, naturalmente, que no trabajan mineros rivales en esta
sección del país. ¿De quién podían ser tales voces? ¿Qué manos humanas pudieron
nivelar el camino y alinear aquellas lámparas?
"La superstición corriente entre los mineros, según la cual los gnomos o espíritus
malignos habitan en las entrañas de la tierra, empezó a apoderarse de mí. Temblé
ante la idea de descender más y enfrentarme con los habitantes de aquel valle
infernal. De todos modos no hubiera podido descender sin cuerdas; puesto que
desde el punto en que me encontraba, las paredes del precipicio se ensanchaban en
forma de bóveda, lo que hacía imposible todo descenso. Con alguna dificultad volví
atrás. Ahora se lo he contado todo”.
—“¿Volverá usted a descender?"
—“Debiera descender pero siento que no me atrevo."
—“Un compañero de confianza divide por la mitad las dificultades del viaje y
duplica el valor. Iré con usted. Nos proveeremos de sogas de resistencia y longitud
adecuada y... perdóneme; pero no debe usted beber más esta noche. Nuestras
manos y pies han de estar mañana firmes y seguros".
Sir Edward Bulwer Lytton