“En
la Alhambra, el sultán celebraba una gran fiesta para los mayores, en
todos los sentidos, del Reino. A nosotros, no sólo a Yusuf y a mí, sino a
algunos de nuestros hermanastros, nos permitieron asistir a otra, que
ofrecía en su casa el hijo de un ministro. Su nombre es Husayn, y no lo
conocíamos porque había pasado los últimos años en Almería con unos
familiares
suyos dedicados al comercio por mar”.
“Si
me traslado a aquel atardecer que hoy veo tan distante, todavía me
estremece su frío. Mientras atravesábamos la Alhambra para llegar a casa
de Husayn, no lejos de la de los abencerrajes, yo hacía un gesto con el
que levantaba en torno
mío una barrera invisible:
consistía en apretar por sus junturas las mandíbulas, hasta producirme
dentro de los oídos un zumbido que multiplicaba mi sensación de frío y
de abandono”.
“Aislado
por el ruido interior, que distanciaba todos los otros, veía con mayor
precisión las hojas secas que el viento arrastraba y arremolinaba. Los
jardines se habían convertido en una ruina hermosa y desolada; los
amarillos, los acres, los rojizos, se entreveraban y se desprendían;
caía una lluvia menuda, impávida y glacial, que levantaba de las
enramadas un incipiente olor a corrupción. Íbamos abrigados con mantos
de lana listada de colores; es decir, teníamos el aspecto de lo que
éramos: unos niños a los que, por primera vez, se autorizaba a asistir a
una fiesta fuera de su casa, al caer el día, en otoño”.
“Qué
ajeno estaba yo a que mi infancia se me rompería entre las manos esa
noche con el minúsculo estruendo con que se rompe una alcancía de
cerámica”.
(Antonio Gala: “El manuscrito carmesí”, Barcelona, Planeta 1990).