A continuación se transcriben algunos detalles relevantes de la experiencia descrita por Salvador Villanueva: 

Corría la segunda decena del mes de agosto de 1953 ... Cubriendo un turno en un carro de alquiler, serví a unos norteamericanos, hombre y mujer, que me pidieron que les recomendara a un chofer que les ayudara a manejar un coche a los Estados Unidos, por la carretera de Laredo. Contra mi costumbre, me interesó el trabajo y me puse a su servicio, saliendo dos días después. El auto era un magnífico Buick modelo 52 que avanzaba con facilidad. A la pareja le urgía llegar y nos turnábamos manejando el vehículo. 

Llevábamos recorridos menos de 500 kilómetros, 484 para ser exactos, cuando se produjo un ruido en la transmisión del coche. Paramos, temerosos de causar un desperfecto grave. 

Mis acompañantes decidieron regresar en busca de una grúa, ya que en plena carretera y sin herramientas resultaba imposible hacer alguna reparación. 

Cuando mis improvisados patrones se alejaron, saqué el gato de defensa con objeto de investigar de dónde provenía el ruido. Lo coloqué, levantando una rueda; eche a andar el motor conectado a la transmisión y me deslicé por debajo, para oír con mayor claridad. 

Estando en esa posición oí que alguien se acercaba, pues se escuchaban pasos en la arenilla que se acumula en la orilla de la carretera. Alarmado, ya que cuando mis improvisados patrones se fueron y me metí debajo del coche no había visto a nadie cerca y el lugar es despoblado, traté de salir lo más rápidamente posible. 

No acababa de hacerlo cuando oí una voz extraña que en perfecto español me preguntaba qué le pasaba al coche. No contesté, sino que acabé de salir, quedando sentado y recargado en la carrocería. 

Tenia frente a mí, como a metro y medio, a un hombre extrañamente vestido, de pequeña estatura. No media arriba de un 1 metro 2 o cms. Se cubría con un uniforme hecho de material parecido a la pana ó a un tejido de lana. 

No tenía más parte visible que la cabeza y la cara, cuyo color resultaba sorprendentemente parecido al marfil. Su pelo, platinado y ligeramente ondulado, le caía un poco más abajo de los hombros y por detrás de las orejas. 

Estas, las cejas, la nariz y la boca formaban un conjunto maravilloso, que completaban un par de ojos verde brillante que recordaban los de una fiera. Llevaba un cinturón grueso redondeado en sus bordes, lleno de pequeñísimas perforaciones y sin unión aparente. 

Tenía un casco parecido a los que se usan para jugar foot ball americano, un poco deformado en la parte trasera. 

A la altura de la nuca, en dicho casco, había un abultamiento del tamaño de una cajetilla de cigarros cubierta a su vez de perforaciones desvanecidas en sus bordes. 

A la altura de las orejas, se veían dos agujeros redondos como de un centímetro, de los que salían gran cantidad de alambritos delgados y temblorosos, que aplanados sobre el dorso del casco formaban una circunferencia como de tres pulgadas y media. 

Estos alambritos y la protuberancia eran de color azul, igual que el cinturón y una cinta al parecer metálica en que remataba el cuello del uniforme. 

Este y el resto del casco eran de color gris opaco. 

El hombre se llevó la mano derecha a la boca para preguntarme si no hablaba. 

Me resultó alucinante el sonido sonoro musical de su voz, salido de una boca perfecta que enmarcaba dos hileras de pequeños y blanquísimos dientecillos. 

Haciendo un esfuerzo me levanté, dándome un poco de valor al notar mi superioridad física. 

El individuo me animaba esbozando una sonrisa llena de dulzura; pero yo no salía aun de la rara impresión que me produjo la súbita aparición de aquel tipo tan singular. 

Como no me sintiera obligado a contestar, le pregunté a mi vez si era aviador. 

Haciendo derroche de amabilidad me contestó que si lo era, que su avión, como nosotros le llamábamos, estaba a poca distancia(…) 

Pude ver a mis pies el coche abandonado. 

Seguimos subiendo, siempre en forma vertical y siempre teniendo a mis pies el coche como objetivo, viéndolo por última vez en forma borrosa y no mayor que el auto de un niño. Mis acompañantes me instruyeron cómo operar la pantalla. 

Bastaba hacer girar cualquiera de las ruedecillas laterales, para atraer en forma nítida y precisa todo lo que había fuera de la nave, tanto de la parte superior, como de la derecha, como de la inferior, de la izquierda, sirviendo la del centro que estaba en forma horizontal, para acercar la imagen hasta dar la impresión de que estaba a un metro de nosotros. 

Se me olvidaba mencionar que en el extremo derecho del tablero hay una bola incrustada en una cuenca y termina con una palanca redonda. 

Esta hace mover en toda la extensión de la pantalla un punto negro que sirve de mira cuando hay necesidad de usar diferentes armas, que más tarde trataré de describir. 

Por fin todo quedó cubierto de nubes y nosotros seguíamos subiendo. 

Los hombres buscaban un claro para que yo pudiera ver nuestro planeta, pues pensaban, y con razón que aquello me iba a impresionar. Por mi parte, me sentía tranquilo. 

Traté de hallar el motivo de esta tranquilidad, pues no me parecía normal. 

Mi carácter es nervioso por naturaleza y, además nunca había subido en un avión, y esto ya me parecía motivo suficiente para estarlo. Recordé que solo momentos antes de abordar la nave sentí temor. 

Recordaba haber visto al gordito perderse dentro de la escala y ansiaba en aquel momento que el otro hombre hiciera lo mismo, para regresar “volando” a la carretera y meterme en el automóvil, que me brindaba seguridad. 

Sin embargo, en un momento dado, desapareció aquel miedo, y ahora hasta indiferencia sentía por la suerte que el coche pudiera correr, abandonado. 

Me empezaba a preocupar que estuviera bajo la influencia de aquellos hombres. 

Sin embargo, trataba de alejar de mi mente aquellas preocupaciones, y me distraía observando cómo maniobraban en los tableros y mirando hacia fuera a través de las paredes, comprobando el efecto. 

Hasta sentía admiración por la sencillez y maniobrabilidad de aquella nave, que hasta un niño podría manejarla. 

Cuando entramos en un espacio despejado, me indicaron lo que teníamos a nuestros pies. 

Confieso que, por muy resentido que fuera y aunque hubiera estado seguro que había subido a la nave bajo alguna influencia extraña, me hubiera parecido perdonable. Lo que tenía al alcance de mi vista era un espectáculo maravilloso, una esfera ligeramente opaca, algo desdibujada, que por momentos se convertía en una masa redonda y temblorosa como ensoñada gelatina. Podría precisar que volábamos sobre la parte central del continente americano, ya que distinguía con relativa facilidad, perdiéndose en un abismo sin fin, lo mismo la parte ancha de la República Mexicana, que la parte más angosta del continente. 

Luego los hombres me indicaron la pequeña pantalla, aconsejándome accionara la ruedecilla central (…) 

La experiencia de Salvador resulta particularmente interesante, debido a la simpleza y gama de detalles en su narración.