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Reflexión: Asirse al amor
Trabajaba febrilmente en la preparación de mi predicación de Navidad —es la época del año en que cualquier predicador se las ve y se las desea para encontrar algo nuevo que decir—, cuando una de las ayudantes se presentó en la puerta de mi despacho para informar de otra crisis. El día de Nochebuena es difícil para los niños con trastornos emocionales que tenemos en el hogar de nuestra iglesia. Tres cuartas partes se van a casa para pasar al menos la noche, y a los que se quedan les afecta ver camas vacías y salirse de la rutina diaria. La seguí escaleras arriba, irritado interiormente por las constantes interrupciones. Esta vez era Antonio. Se había metido a gatas debajo de la cama y se negaba a salir. La señora señaló a uno de los seis catres del pequeño dormitorio. Ni un cabello ni un dedo del pie se veían debajo. Me puse a hablar de los vaqueros que domaban potros en el estampado de la colcha. Hablé del árbol vivamente iluminado a la entrada de la iglesia con los regalos debajo y de otras cosas buenas que lo esperaban si salía. No hubo respuesta. Sin dejar de preocuparme por el tiempo que me estaba haciendo perder, me puse a gatas y levanté la colcha. Dos enormes ojos azules se encontraron con los míos. Antonio tenía ocho años, pero parecía de cinco. No me habría costado ningún esfuerzo sacarlo. Pero Antobio no necesitaba un tirón. Necesitaba confianza y aprender a decidir bien por iniciativa propia. Agachado, le conté lo que había en el menú de Nochebuena, que se ofrecería después del culto. Le hablé del calcetín con su nombre bordado, obsequio de las señoras de la congregación. Silencio. Nada indicaba que hubiera oído ni que le interesara la Navidad. Finalmente, como no se me ocurría otra forma de comunicarme, me introduje con dificultad acostado de panza y me situé junto a él. Los muelles del somier se me enganchaban en la chaqueta. Durante lo que pareció una eternidad, estuve acostado con una mejilla contra el piso. Primero hablé de los adornos navideños y las velas en las ventanas. Le recordé el villancico que iba a cantar con los otros niños. Al final, se me agotaron los temas y esperé acostado junto a él. Mientras esperaba, una manita fría se deslizó junto a la mía. Luego de un momento, le dije: —Aquí estamos muy apretados. Vámonos adonde podamos estar de pie. Lo hicimos, pero con lentitud, sin prisas. Se me había ido toda la presión del día, porque ya tenía tema para mi sermón de Navidad. Tendido en el piso había captado una nueva vislumbre del misterio que celebramos en esta fecha. Dios también nos había llamado, como a Antonio, desde arriba. ¿No es cierto? Desde Sus estrellas y montañas, con toda Su majestuosa creación, nos había rogado que lo amáramos, que disfrutáramos del universo que nos ha dado. Al ver que no escuchábamos, se acercó más. Nos habló cara a cara por medio de profetas, legisladores y hombres piadosos. Pero cuando Dios se humilló descendiendo a la Tierra misma y habitó con nosotros en nuestra soledad y alejamiento, por fin nos atrevimos —como Antonio— a estirar la mano y asirnos del amor.
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