Mi
hermano fue a Greenfield y se empleó en un negocio, asistiendo de noche
al colegio. Se sentía tan solo que quería llevarme a mí, pero yo no
quería salir de mi casa. Un día frío de noviembre, me hermano vino y nos
dijo que tenía un empleo para mí. Esa noche era muy larga, pues yo no
tenía ninguna gana de alejarme del hogar materno.
A la mañana
salimos. Llegamos hasta lo más alto del camino, y nos detuvimos para
mirar a la vieja casa. Nos sentamos y lloramos. Yo creía que iba a ser
la última vez que vería el viejo hogar. Lloré todo el camino hasta
llegar a Greenfield. Allí mi hermano me presentó a un hombre que era tan
viejo que ya no podía ordeñar las vacas ni hacer los trabajos de la
chacra. Yo debía ayudarle e ir a la escuela. El hombre me parecía de
carácter muy agrio. Miré a la viejita, que tenía un aspecto más agrio
todavía. Me quedé una hora que me pareció una semana. Entonces fui a
verlo a mi hermano y le dije que me iba de vuelta a casa.
-¿Para qué quieres volver a casa?
-Porque me siento triste y enfermo.
-Te va a pasar dentro de algunos días.
-No me va a pasar nunca. Quiero irme a mi casa.
Entonces mi hermano me dijo que ya era de noche y que me perdería si saliera a esa hora.
Yo me asusté y le dije que dejaría la partida para el día siguiente.
Entonces me
llevó a ver la vidriera de un negocio, donde había cortaplumas y otras
cosas interesantes, y trató así de entretenerme.
Pero ¿qué me
importaba a mí los cortaplumas? Yo quería volver a casa con mi madre y
mis hermanos; parecía que me estallaba el corazón.
Por fin me dijo me hermano: -Dwight, allí viene un hombre que te va a dar una moneda.
-¿Cómo sabes que me la va a dar?
-Porque a todos los chicos que recién llegan al pueblo, les da una.
Me sequé las
lágrimas, pues no quería que el viejito me viese llorando, y me puse en
medio de la vereda para que me viese bien. Recuerdo cómo me miró
mientras venía caminando dificultosamente. ¡Qué rostro alegre tenía!
Cuando llegó hasta donde yo estaba, me quitó el sombrero, me puso la
mano en el hombro, y le dijo a mi hermano: -Es un muchacho recién
llegado, ¿verdad?
Sí señor; llegó hoy.
Entonces
comencé a observarlo para ver si me daba la moneda. Pero comenzó a
hablar, y lo hizo con tal bondad que me olvidé de ella.
Me habló del
único Hijo de Dios, enviado al mundo, y de cómo los hombres malvados lo
mataron; me dijo que murió por mí. Sólo me habló durante algunos
minutos, pero me cautivó completamente.
Después de este
pequeño sermón, metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda de
cobre, nuevecita, una moneda que parecía de oro. Me la dio, y nunca me
he sentido tan rico como en ese instante. No sé qué suerte corrió esa
moneda. Siempre lamento no haberla conservado. Pero hasta el día de hoy
me parece sentir la mano del viejito sobre mi cabeza. Han pasado
cincuenta años, y todavía puedo oír sus palabras llenas de dulzura.
Esa moneda me
ha costado muchos dólares. Nunca he podido andar por las calles de este
país u otro, sin meter la mano en el bolsillo y sacar monedas para todos
los chicos pobres que encuentro por el camino. Pienso en la manera en
que el anciano me quitó una carga a mí, y quiero ayudar a quitar las
cargas de los demás.