Era una mañana como cualquier otra,
yo me encontraba de mal humor, te regañé porque te estabas tardando
demasiado en desayunar; te grité porque no parabas de jugar con los
cubiertos y te reprendí porque masticabas con la boca abierta.
Comenzaste
a refunfuñar y entonces derramaste la leche sobre tu ropa, furioso, te
levanté intempestivamente y te empujé con violencia para que fueses a
cambiarte de inmediato. Camino a la escuela no hablaste, sentado en el
asiento del coche, llevabas la mirada perdida, te despediste de mí con
una vocecita tímidamente y yo, haciendo la voz grave, sólo te advertí
que no hicieras travesuras.
"Ten
cuidado con tus pensamientos; que se volverán palabras; palabras que se
volverán actos; actos que se volverán costumbres; costumbres que serán
tu carácter; cuida tu carácter que será tu destino, será tu vida; de la
abundancia de tu corazón hablará tu boca, y será el discurso de tu
lengua."
Por
la tarde, cuando regresé a casa después de un día de mucho trabajo,
te encontré jugando en el jardín, llevabas puesto unos pantalones nuevos
y estabas sucio y mojado, frente a tus amiguitos te dije que debías
cuidar la ropa y los zapatos, que parecía no interesarte mucho el
sacrificio de tus padres para vestirte, te hice entrar a la casa para
que te cambiaras de ropa y mientras marchabas delante de mí, te indiqué
que caminaras erguido.
Más
tarde continuaste haciendo ruido y corriendo por toda la casa, a
la hora de cenar arrojé la servilleta sobre la mesa y me puse de pie
furioso porque tú no parabas de jugar, dije que no soportaba más ese
escándalo y subí a mi estudio. Al poco rato mi ira comenzó a apagarse,
me di cuenta que había exagerado mi postura y tuve el deseo de bajar
para darte una caricia, pero no pude.
¿Cómo
podía un padre, después de hacer su teatro de indignación,
mostrarse tan sumiso y arrepentido? En eso estaba cuando luego escuché
unos golpecitos en la puerta. Afinando la voz, dije "Adelante",
adivinando que eras tú, abriste muy despacio y te detuviste indeciso en
el umbral de la habitación, me volví con seriedad hacia ti. "¿Ya te vas a
dormir? ¿Vienes a despedirte?"
-No-
contestaste, caminaste lentamente, con tus pequeños pasitos y sin que
me lo esperara, aceleraste tu andar para echarte en mis brazos
cariñosamente, te abracé y con un nudo en la garganta percibí la
ligereza de tu delgado cuerpecito, tus manitas rodearon fuertemente mi
cuello y me diste un beso suave en la mejilla, sentí que mi alma se
quebrantaba.
-Hasta mañana, papito - me dijiste.
Me
quedé helado en mi silla. ¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Por qué me
desesperaba tan fácilmente? Me había acostumbrado a tratarte como a una
persona adulta, a exigirte como si fueses igual a mí y ciertamente no
eras igual, tú tenías una calidad humana de la que yo carecía; eras
legítimo, puro, bueno y sobre todo, sabías demostrar amor... ¿Porqué me
costaba a mí tanto trabajo? ¿Por qué tenía el hábito de estar siempre
enojado? ¿Qué es lo que me estaba ocurriendo? Yo también fui niño.
¿Cuándo fue que comencé a contaminarme?
Después
de un rato entré a tu habitación y encendí la luz con sigilo, dormías
profundamente, tu hermoso rostro estaba ruborizado, tu boca
entreabierta, tu frente húmeda, tu aspecto indefenso como el de un
bebé...
Me
incliné para rozar con mis labios tus mejillas, no pude contener la
congoja y cerré los ojos, una de mis lágrimas cayó en tu piel, no te
inmutaste, me puse de rodillas y te pedí perdón en silencio, es tan
difícil aprender a dominarse, a comprender la pureza de nuestros hijos.
Reflexioné
que somos los adultos quienes los hacemos temerosos, rencorosos,
violentos..., te cubrí cuidadosamente con las cobijas y salí de la
habitación.
Mañana,
temprano en la oración le daré gracias a Dios por tenerte a ti,
hijo mío, y le pediré que me dé sabiduría para tratarte como te
mereces. También mañana Señor le pediré a mi hijo perdón, pero no me
esperaré a que esté dormido, lo haré viéndolo a los ojos, y le explicaré
porqué a veces me desespero, le diré que trataré de ser paciente y
comprensivo con las cosas que hace.
Si
Dios me da oportunidad y te permite vivir, hijo mío, algún día,
cuando seas padre, y recuerdes estos días, sabrás que a veces nuestros
padres no son perfectos, pero sobre todo, ojalá que siempre te des
cuenta que, pese a todos los errores, todos los padres amamos a nuestros
hijos más que a nuestra propia vida.