Confía en el médico, y toma su remedio en silencio y serenidad,
Porque su mano, aunque dura y pesada,
Es guiada por la tierna mano del Invisible,
Y la copa que ofrece, aunque queme tus labios,
Fue formada del barro que el Alfarero
Humedeció con sus propias lágrimas divinas.
Kahlil Gibrán
Desde muy joven se nos enseña
que confiar es peligroso, y hasta cierto punto es así. Confiar
significa arriesgarse. Confiar significa dar al otro el beneficio de la
duda; exige estar dispuesto a hacerse vulnerable; significa saber que
nuestra seguridad viene de un poder superior, que nuestra paz no depende
de que lo tengamos todo bajo nuestro control. Confiar es rendirse a
Dios por medio de la fe.
Contrario al sentir popular, confianza no es credulidad. No
se trata de vivir impasible y contento, confiando en que todo marcha
bien. Esa clase de “confianza” sería suicida en el ambiente de hoy. No
obstante, las alternativas—ansiedad, desconfianza, sospecha—son
igualmente mortíferas. Según señala el escritor menonita Daniel Hess:
Es
cierto que muchos trabajadores tienen seguro de enfermedad, que la
semana laboral de cuarenta horas les deja tiempo para descansar, y
algunos cobran salarios que les brindan cierto grado de abundancia; es
cierto que la ciencia ha progresado como para hacer más seguras las
herramientas y pronosticar los volátiles procesos de la naturaleza.
Pero, a pesar de todo eso, estamos preocupados.
La
gente siente la tensión en sus entrañas. Les sudan las manos por el
hábito nervioso de estar ocupados. Tienen miedo de lo que podría pasar;
sufren el pánico ocasionado por las adicciones y la depresión causada
por desequilibrios químicos, por tener que aguantar demasiados jefes,
demasiados compromisos y demasiados deseos no satisfechos.
Otros
están inseguros en su trato con otros, agobiados por sus discordias, o
se sienten denigrados por haber sufrido engaños. Con toda razón tienen
miedo de pleitos, de competencia desleal, de “racionalización” o
transferencia de la empresa que los emplea.
Jesucristo
mismo nos exhorta a que seamos inocentes y mansos como las palomas, y
al mismo tiempo prudentes como las serpientes. Además, nos recuerda por
medio de una simple pregunta que nuestra falta de confianza en Él y en
Dios no nos sirve de nada: “¿Quién de ustedes puede, por más que se
preocupe, añadir una sola hora al curso de su vida?” (S. Mateo 6:27)
Lamentablemente,
los engaños, los chismorreos, las habladurías, que forman parte
inevitable de la vida, hacen que muchas personas jamás se atrevan a
confiar. Clare Stober, una mujer de negocios que hoy forma parte de
nuestra comunidad, escribe:
Uno
de los mayores obstáculos a la paz es la desconfianza. Adoptamos una
actitud de reserva con la intención de protegernos a nosotros mismos y a
los que amamos, y acabamos erigiendo muros de sospecha. Si alguien se
aprovecha de nosotros o nos trata injustamente, nos apresuramos a
suponer lo peor, ya no sólo en esa situación particular, sino de ahora
en adelante. Tenemos miedo de confiar, porque la confianza nos hace
vulnerables, y la vulnerabilidad nos parece signo de debilidad—cosa
estúpida y simplista.
Creemos
protegernos cuando nos negamos a confiar en otros, pero pasa lo
contrario. La protección más grande es el amor, y brinda la más profunda
seguridad. Cuando somos desconfiados, no podemos dar ni recibir amor.
Nos apartamos de Dios, y nos aislamos uno del otro.
En la comunidad del Bruderhof
como en cualquier grupo de personas muy unidas, la cercanía de nuestros
hogares, y la visibilidad de la vida diaria de los miembros crean el
potencial para un sinfín de pequeñas desavenencias causadas por
conjeturas y chismes. Sin embargo, desde el comienzo de nuestra vida
comunitaria ochenta y cinco años atrás, descubrimos que un compromiso
mutuo a “hablar abiertamente” uno con otro puede conservar la paz
genuina y la confianza.
“No hay más ley que la del amor”. (Cf. 2 Juan 5-6) Amar significa deleitarse en los demás. ¿Qué
significa entonces sentir enojo para con alguien? El deleite que
sentimos en la presencia de nuestros hermanos y hermanas se expresa
mediante palabras de amor. Es inadmisible hablar de terceros en un
espíritu de irritación o de enojo. Nunca debe difamarse a un hermano o
una hermana, ni criticar sus características personales, ya sea
abiertamente o por medio de alusiones—y bajo ninguna circunstancia en su
ausencia. Murmurar en el seno de la familia propia no es excepción.
Sin
esta regla de silencio no puede haber lealtad ni comunidad. La única
forma de crítica permitida es el hablar directamente a la persona en
cuestión con absoluta franqueza. He aquí el servicio fraternal que
debemos al hermano o a la hermana cuyas flaquezas nos irritan. La
palabra franca entre dos personas profundiza la amistad mutua y no causa
resentimiento. Sólo en el caso de que las dos no se pongan de acuerdo
enseguida, será necesario que pidan la ayuda de alguien más en quien
ambos confían. De este modo hallarán la solución que les una en el
sentido más profundo y más elevado. (S. Mateo 18:15-16)
Eberhard Arnold
Han pasado muchos años
desde que Ellen Keiderling se integró a nuestra comunidad, pero todavía
recuerda la emoción que sintió al leer ese pasaje por primera vez y
darse cuenta de que realmente se practicaba:
Cuando
primero llegué a la comunidad y descubrí que no se chismeaba—nada de
habladurías a espaldas de otro—fue como si se me quitara un enorme peso
de encima. De donde venía yo, chismear era un modo de vida. Como
cualquier otra persona, yo me había preocupado por lo que la gente diría
y pensaría de mí, pero nunca había examinado atentamente esas
preocupaciones para darme cuenta de la carga terrible que representaban,
y del daño que pueden causar en la vida de otros, año tras año. Y
ahora—poder confiar en que, si alguien sentía en mí algo que no estaba
bien, vendría a decírmelo—era como pisar tierra virgen.
No
siempre he cumplido mi promesa de hablar con absoluta franqueza, pero
la confianza ha quedado; es suelo firme al cual siempre puedo volver.
¡Cuántas
veces perdemos el sosiego simplemente porque no tenemos esa confianza!
Sea cual fuere la razón, justificada o no, no nos atrevemos a creer que
nos van a amar tal como somos, con todas nuestras debilidades y todas
nuestras manías. Esto es precisamente lo que tenemos que aprender. En
vez de desperdiciar la vida en temor y desconfianza, tengamos confianza,
una y otra vez, en los demás, incluso en los que nos engañan.
Tener
confianza en Dios es de igual importancia. Cierto autor describe a una
mujer que estaba tan consumida por sus preocupaciones que, cuando se fue
al cielo, lo único que quedaba de ella era un tembloroso montoncito de
preocupaciones. Por cómico que pueda parecer, es una atinada descripción
de muchas personas. Ojalá se dieran cuenta de que, confíen en Él o no,
Dios siempre está ahí y los tiene en el hueco de su mano. Él conoce los
secretos más profundos del corazón y sigue amándonos. Él sabe todo lo
que necesitamos antes de que se lo pidamos. Por nuestra parte, sólo
tenemos que venir ante Él tales como somos, como niños, y dejar que Él
nos ayude.
Hay
personas (madres encintas o que tienen hijos pequeños, por ejemplo)
para las cuales es difícil tener esa confianza. Se alarman por todas las
cosas terribles que leen o escuchan en los noticiarios: guerras y
desastres, actos terroristas y criminalidad violenta. En verdad, hay
motivo para tener tanto miedo por el futuro que se llegue a dudar si es
prudente traer hijos al mundo. No es un temor nuevo.
Yo nací durante el bombardeo
de Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial. Todas las noches los
aviones nos pasaban por encima. Dos veces las bombas cayeron muy cerca,
una vez en nuestro terreno y la otra en una aldea vecina. Pero mucho más
que los bombardeos, mis padres temían una invasión nazi. Para ellos,
refugiados alemanes que se habían pronunciado abiertamente contra
Hitler, y para nosotros sus hijos, una invasión podría haber significado
la muerte. A mi madre ese pensamiento le causaba indecible angustia.
Años más tarde, al recordando aquellos años, mi padre escribió a una
pareja a quien aconsejaba:
Aunque
hoy no vivamos en pavor de los bombardeos, nuestra época es una época
de gran sufrimiento y de muerte. Es muy posible que muchos, incluso
padres de criaturas, como lo son ustedes, algún día tengamos que sufrir
por nuestra fe. Desde lo más profundo de mi corazón les ruego que
confíen totalmente en Dios. Hay muchos pasajes espantosos en la Biblia,
especialmente en el Apocalipsis de San Juan. Pero aun ahí se dice que
Dios mismo ha de enjugar las lágrimas de todos los que han sufrido.
Debemos creer que Jesús no vino para condenar, sino para salvar. “Porque
tanto amó Dios al mundo…”. No se olviden nunca de este versículo: nos
recuerda el inefable anhelo de Dios por la salvación de la humanidad
entera. Al final, todos estaremos unidos con Dios. Tenemos que creer
esto, para nosotros mismos así como para nuestros hijos.
A
veces, gente que tiene legítima razón para temer ha recibido la más
profunda serenidad del alma. Un enfermo incurable, un condenado a
muerte, una víctima de accidente a punto de morir—tal vez no sea
razonable esperar que ellos estén en paz. Sin embargo, cuando uno
enfrenta a la muerte, se evaporan las preocupaciones superficiales que
en otra situación le habrían distraído, y uno se ve obligado a dirigir
toda su atención a lo que es eterno. La decisión es sencilla: o se
empeña en dar con la cabeza contra la pared, como quien dice, y trata de
evitar lo inevitable; o confía en Dios y se entrega a Él.
George Burleson, miembro del Bruderhof e íntimo amigo mío que sucumbió al cáncer después de una larga batalla, me escribió unos meses antes de morir:
Desde
que supe que tengo cáncer y me di cuenta de lo incierto de mi futuro,
he aprendido que debo confiar total y absolutamente en la bondad de
Dios. Es sólo cuando puedo lograr esto que desaparece mi ansiedad. La
muerte nos llega a todos; estamos todos en igual situación en cuanto a
morir se refiere, y ocuparse de un acontecimiento tan inevitable es
malgastar el tiempo. Nuestra vida está en manos de Dios. Esto es lo que
importa, y aceptarlo nos trae paz.
El escritor Dale Aukerman
también dio testimonio del poder que tiene, para que logremos la paz,
la confianza. Como en el caso de George, su calma no derivaba de haberse
resignado a morir dentro de poco. Su amor por la vida continuaba sin
merma, pero la proximidad de la muerte no lo desanimó ni lo trastornó:
su confianza en un poder superior le dio fuerza para mantener el
equilibrio.
El
5 de noviembre de 1996, me enteré de que tenía un tumor de ocho y medio
centímetros de ancho en el pulmón izquierdo. Pruebas posteriores
mostraron que el cáncer se había extendido al hígado, a la cadera
derecha y a dos lugares en la columna vertebral. Supe que podía contar
con vivir de dos a seis meses más, con una expectativa media de
sobrevivir cuatro meses. Es asombroso cómo cambia uno de perspectiva
cuando se entera de que, a lo mejor, le quedan sólo un par de meses.
Cada día es más apreciado, cada relación íntima se vuelve más preciosa.
Por la mañana pensaba en qué día del mes era—otro día que Dios me había
dado. Miraba a mi familia, a mi hogar y a la creación de Dios, sabiendo
que muy pronto se me acabaría el tiempo. En la ceremonia de unción
celebrada poco después del diagnóstico, confesé que no había prestado
suficiente atención a Dios. Fue a través del cáncer que Dios logró que
le prestara más atención.
Cuando
mi hermana Jane tenía catorce años, murió de un tipo de cáncer
particularmente mortífero. Mi madre lo aceptó como la voluntad de Dios:
Él decidió llevársela y ¿quiénes éramos nosotros, meros seres humanos,
para poner su decisión en tela de juicio? Para algunos, adoptar ese
punto de vista es un consuelo. Mi manera de ver las cosas es un poco
diferente. Yo no creo que sea Dios quien manda el cáncer o las
enfermedades del corazón. Cuando un conductor borracho choca con otro
automóvil y mata a los pasajeros, no creo que haya sido la voluntad de
Dios. Hay tantas cosas en el mundo que no corresponden a la intención de
Dios, a lo que Él quiere.
Pero
Él que hace frente a la muerte está con nosotros. ¡Cuántas veces Dios
hace que las fuerzas de la muerte retrocedan, sin que nos demos cuenta!
Cuando niño, me arrolló y por poco me mató una carreta de campo. Más
tarde, casi morí de lo que tal vez fue envenenamiento con arsénico. En
varias ocasiones, me he salvado por un pelo mientras manejaba…
Después
de seis ciclos de quimioterapia, un régimen de suplementos nutritivos y
las continuas oraciones ofrecidas por una multitud de amigos, me
hicieron otro examen que mostró que el tumor en mi pulmón se había
reducido a una cuarta parte de su tamaño anterior. Dos médicos dijeron
que era un milagro. De una manera maravillosa, y contrario a las
probabilidades médicas, Dios había detenido mi muerte y alargado mi
vida.
En
la epístola a los Efesios, capítulo 1, versículos 19:22, San Pablo
habla de la infinita grandeza del poder de Dios, por el cual resucitó a
Cristo de los muertos y lo sentó a su diestra en el cielo. Leemos que
Dios sometió todas las cosas bajo sus pies; es decir, Dios ha elevado a
Cristo por encima de todo principado, autoridad, poder y señorío, y lo
ha llevado a victorioso dominio sobre todas las potencias rebeldes. El
que murió y resucitó es el vencedor sobre el cáncer, las enfermedades
del corazón, el SIDA, el mal de Alzheimer, la esquizofrenia y el
atropello y maltrato de menores. Es el vencedor sobre la explotación de
los pobres, la despreocupada destrucción de la buena tierra que nos dio
Dios, la locura de los gastos militares y de las armas nucleares.
Sin
embargo, podríamos preguntar, si Cristo ya ha logrado la victoria sobre
esas cosas, ¿por qué siguen siendo tan manifiestas? ¿Por qué parecen
tener un dominio tan extenso? Pues, en toda guerra hay una batalla
decisiva que determina qué lado saldrá ganando. A partir de ese momento,
un lado tiene asegurada la victoria total aunque el otro todavía tenga
soldados en el campo de batalla y continúe la lucha; sólo es cuestión de
tiempo hasta que queden derrotados por completo.
Lo
que esperamos en primer lugar no es ganar la vida eterna después de la
muerte. La esperanza que nos ofrece el Nuevo Testamento es que vendrá el
glorioso Reino de Dios, y el invisible Señor resucitado aparecerá en su
esplendor para renovar y regenerar todo lo que Dios ha creado, y
eliminar todo lo que es malo y destructivo. Es decir, la historia será
vindicada. La historia de la humanidad llegará a su fin según la
voluntad de Dios. En el momento dado, será Dios quien asumirá el timón
del curso de los acontecimientos, y quien introducirá la inconcebible
grandeza del nuevo reino. Lo que esperamos, más que nada, es que se
cumplan todas las promesas de Dios; y sólo en segundo lugar esperamos
poder tener una pequeña parte en eso.
A lo
largo de mi vida adulta estuve metido de lleno en actividades y
testimonios por la paz. En estos últimos meses he apreciado muy
particularmente aquellos pasajes del Nuevo Testamento que se refieren a
la paz; por ejemplo, en el evangelio de San Juan, donde el Señor
resucitado aparece a los temerosos discípulos reunidos en el aposento
alto, y les dice: “La paz con vosotros”. Y aquel otro, en que pensé
mientras me metieron en un túnel para hacerme la prueba de resonancia
magnética, es de Filipenses: “…Y la paz de Dios, que supera todo
entendimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en
Cristo Jesús”. Isaías dice: “Tú guardas en completa paz a aquel cuyo
pensamiento persevera en ti, porque en ti confía”. (Is. 26:3) En el
sentido bíblico, esa completa paz es más que tranquilidad de espíritu.
Es la integridad de la vida y de las relaciones mutuas que se mantiene
firme contra todo lo que pretende fragmentarnos y destruirnos. Es un don
que nos sostiene aun cuando caminemos por las tinieblas