Nuestras tribulaciones no son las mayores
E.
Stanley Jones narra lo siguiente: “En cierta ocasión regresaba a mi
casa después de una larga gira, y naturalmente estaba ansioso por
llegar. Pero perdí las conexiones del tren en cinco estaciones, y no
pude hacer nada más que preguntarme si los ferrocarriles habían
preparado una conspiración para impedirme llegar, pues yo no había
provocado ninguna de esas dificultades. Recuerdo que en mi perplejidad
oraba: “Señor ¿hay algo que quieres enseñarme mediante estas demoras? Te
ruego que me lo enseñes y déjame llegar a casa”. Por fin, con
veinticuatro horas de retraso llegué a la estación de Silaur en el tren
de media noche. En esta época del año, febrero, casi nunca llueve; pero
precisamente al poner un pie en la estación estalló una terrible
tormenta. Tomé un pequeño coche nativo carente de toda protección, y
tardamos dos horas en recorrer los tres kilómetros de la estación a mi
casa. Estaba calado hasta los huesos y hacía frío. Pero al llegar a la
misión vi una luz en el corredor ¡Cuán acogedora parecía! El misionero
que habitaba en la casa fue a mi encuentro en cuanto salté del coche, y
corrí por la galería, empapado y compadeciéndome por la serie de
inconvenientes que culminaban con esta llegada tan poco feliz. Las
primeras palabras del misionero fueron: “No he cerrado los ojos en toda
la noche”. Me detuve y no hice más que pensar: “Todos los hombres
creen que sus tribulaciones son las peores, y muchas veces los obreros
del Señor son los más propensos a ello; muchas veces cedemos a tal
tentación cuando nos referimos a todas las cargas que gravitan sobre
nosotros. Hay que afrontarlo todo con buena voluntad y entereza y
recordar que no hay ningún mérito en testificar cuando todo va bien”.
(( De la red ))