Una comunidad de hermanos y de iguales (II)
La cuestión del poder nos afecta a todos, no solamente a los miembros de la “jerarquía” eclesial (expresión que constituye una contradicción en los términos): allí donde nos movemos (familia, trabajo, voluntariados, grupos y movimientos sociales...) ¿procuramos de verdad ser cauce de ese poder creador de Dios? ¿Ejercemos y fomentamos la máxima participación, correlación, corresponsabilidad y democracia posible?
Jesús da muy pocas órdenes en el evangelio. Manda poco. También este aspecto es muy característico de la conducta de Jesús según los evangelios: no habla ni actúa en nombre de la autoridad, sino que se gana su autoridad con su forma de hablar y de actuar.
No es posible hablar de la comunidad de discípulos de Jesús sin hacer mención de las ofensas y de las injusticias que cada día tienen lugar entre los hermanos. ¿Qué hacer en tal caso? “Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?, pregunta Pedro a Jesús. Jesús le responde: “No te digo siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,21-22).
Perdonar es difícil. ¡Cuán difícil es perdonar! Perdonar no es olvidar ni consentir con la injusticia. Perdonar es curar el recuerdo herido por la ofensa recibida o infligida. Perdonar requiere sinceridad, franqueza, firmeza. Perdonar requiere ante todo fe en la bondad del que me ha ofendido. Perdonar significa mirar atrás sólo para caminar adelante. Perdonar significa perdonarse. Perdonar significa ser paciente consigo y con el otro.
¿Y qué pasa cuando alguien impide gravemente la vida común? Entonces se ha de poner en práctica la “corrección fraterna”, con la máxima discreción, con vistas a recuperar al hermano o a la hermana sin humillarle: “Si tu hermano te ofende, ve y repréndelo a solas” (Mt 18,15). Y si no hace caso a uno ¾dice Jesús¾ que vayan dos, y si tampoco les hace caso a los dos, que se plantee en comunidad (Mt 18,16-17).
¿Quién tiene la última palabra? No la tiene uno, ni dos, sino la comunidad entera. Es la comunidad la que cuenta con el poder de atar y desatar, es decir, el poder de expulsar al hermano fuera de la comunidad o de acogerlo de nuevo dentro de ella (Mt 18,18).
Obsérvese que este poder de atar y desatar, que Jesús otorga a Pedro en Mt 16,18, aquí (Mt 18,18) por el contrario se lo da a toda la comunidad de discípulos/as (así sucede también en Jn 20,23).
Nadie en la comunidad tiene, pues, el monopolio de nada, y menos aun el monopolio del perdón. Todos necesitamos el perdón, y todos estamos llamados a ser de múltiples maneras signo y fuente del perdón/compañía/acogida que es Dios. Jesús tiene siempre ante los ojos una comunidad sin privilegios y sin escalas de categoría.
Solamente así podemos ser Iglesia y sólo así puede la Iglesia ser Iglesia de Jesús y desempeñar su misión.
La misión del grupo de Jesús no era la subsistencia ni la expansión del propio grupo. Se constituyó para acoger y para promover el reino de Dios, el mundo nuevo que Jesús anunció. Ese anuncio les había convocado en torno a Jesús, y era su razón de ser. Sigue siendo nuestra razón de ser como Iglesia.
Y en su manera de vivir y, sobre todo, de relacionarse entre sí, el grupo de Jesús debía ser un espejo, una imagen del mundo nuevo que esperaban y anunciaban.
También nosotros debemos querer e intentar serlo, con todas nuestras limitaciones, heridas y contradicciones. La Iglesia como tal debe querer e intentar serlo hoy, con todas sus rémoras y ambigüedades.
¿Cómo puede proclamar que el reino de Dios trae paz, si en ella hay rivalidades y luchas de poder? ¿Cómo puede anunciar que Dios reúne a las “tribus” dispersas, si no nos entendemos entre nosotros?
¿Cómo puede proclamar que el reino de Dios trae la bienaventuranza de los pobres y de los hambrientos y sedientos, si hay cristianos ricos y pobres, saciados y hambrientos?
¿Cómo puede proclamar que el reino de Dios consuela a los tristes, si no nos consolamos mutuamente? ¿Cómo puede proclamar que el reino de Dios cura a los enfermos, si no nos acogemos y curamos unos a otros?
La Iglesia debe ser no solamente anunciadora, sino ella misma como tal debe ser anuncio del reinado y del reino de Dios.
José Arregi