ARCHIVADOR DE AMORES
MIGUEL MARTÍNEZ
Debo admitir que yo le escribí muchas cartas. Demasiadas. Mientras ella seguía ocupada en sus impulsivos y caóticos días. Imbuida en sus delirios. Distraída en sus sueños. Con su frágil espaldita erguida yendo de aquí para allá como un barrilete. Regalándole su fresca sonrisa a quien la solicitase. Paseando sus ojitos celestes, carentes de maldad, a diestra y siniestra. Su mirada, preñada de la más diáfana pureza, fue siempre para mí el símbolo más paradigmático de su transparencia.
Ella era así... una criatura vivaz. De envidiable impetuosidad. Flotaba grácil como una libélula entre las multitudes viscosas y atornilladas a sus prejuicios. Era un inquieto ángel recorriendo la ciudad. Una belleza suelta prófuga del paraíso. Por eso la amé tanto: porque destilaba energía. Porque no controlaba sus encantos, pero especialmente porque fue una amante memorable.
El nuestro era un romance perfecto. Lástima que yo, agobiante incorregible, perseguidor deleznable, tuve que estropear la inmejorable conjunción que habíamos construido valiéndome para ello de mis empalagosas cartas. Fue a través de ellas que logré agotarla progresivamente. Cartas que por cierto, no hacían más que reafirmar lo feliz que me sentía cuando estaba a su lado. Sucede que como jamás fui capaz de reprimir o abreviar mis sentimientos, acabé abrumándola con una serie interminable de redundantes epístolas que ella leyó con mudo respeto, guardó con sincera alegría y comentó con escuetos halagos. Ante aquella aparente frialdad, noté que no era ella una mujer de escribir. Ni siquiera de decir. Lo suyo era hacer. Definitivamente era ella una mujer de acción.
En lo que respecta a nuestra relación sólo se puede decir que fue una agitación permanente. Una adictiva dosis diaria de adrenalina y pasión. Ella era una hembra salvaje capaz de seducir a los mismísimos santos con su claridad. Lograba encandecerme cada vez que se lo proponía. Con solo rozarme me encendía los deseos más irreprimibles. Poseía una belleza descomunal. Inconcebible. Sin embargo se movía con la más impasible naturalidad. Gocé con ella noches de un abrasador erotismo; compartimos momentos de imborrable emoción. El caso es que no sólo la amaba porque, como dije, me prestaba sus inestimables favores sexuales, sino también porque me regalaba sus cálidas sonrisas, su siempre jubilosa presencia y un didáctico repertorio de sus más sabias y pragmáticas ideas.
Me volví el más ferviente admirador de su espontaneidad campesina. Ella era auténtica, feliz. Yo solía decir también que era "picante" por el sabor incomparable de su gracia. Me hacía levitar con su amor joven y tonificante. Me conducía como un esclavo tras su estela. Y yo me dejaba arrastrar gustoso por sus propuestas, ya que necesitaba de su compañía constante. Me sentía desorbitado sin su luz. Extraviado sin su voz. Como un ciego abandonado en medio de una avenida. Como un desdichado que se ahoga en las oscuras y espesas aguas de un océano desconocido. Empecé a temerle a mi soledad como nunca antes, y sólo en sus brazos me sentía en paz. Supuse que eran todos aquellos los efectos más tradicionales del amor, y si bien jamás le había temido a enamorarme, muy por el contrario, lo había buscado frenéticamente durante algún tiempo, ahora, la asfixiante dependencia que me generaba la relación, me asustaba un poco.
Ella en tanto me daba todo. Me ofrecía sus labios, sus piernas, sus caderas, sus pechos... todo sin restricciones. Ponía su cuerpo a mi entera disposición. Mientras que a mí, semejante entrega, me colmaba de tal manera que acababa sintiendo culpa por recibir tanto nutritivo placer gratuito. Acuñar ese sentimiento retorcido me llevó a pensar que debía pagarle de algún modo. Y como no sabía cómo hacerlo, intenté retribuirle con mis cartas. Fue esa la única forma que encontré de recompensarla por las alegrías que me obsequiaba en cada encuentro.
Y fueron muchísimas. Una infinidad. En poco menos de seis meses de relación debo haber escrito entre ochenta o noventa afiebradas, cursis, angustiosas, inflamadas y a veces, sólo a veces, interesantes cartas. Desde luego que las confeccionaba con entusiasmo adolescente y haciendo uso de mi más pulido léxico. Exprimiéndole a mi cerebro hasta la última gota de creatividad, a fin de hallar las palabras adecuadas que me permitieran graficar del modo más elocuente mi amor.
En tanto ella, ni una. Ni la más efímera contestación. Ni la más concisa línea garabateada en una servilleta de bar. Nada. Ahora eso sí, continuaba brindándome todo su amor fiel. No mezquinaba una caricia. No negaba ni un beso. Jamás dudaba en subirse a un colectivo y rumbear hacia mi casa, fuera la hora que fuese, en caso de que mis posesivos caprichos se lo demandaran.
Sin embargo advertí que a mí, estúpido adiestrado ortodoxamente en esta sociedad de estúpidos, me estaba faltando algo. Y no me resultó difícil vislumbrar qué era. Lo que precisaba era su carta. Su prueba escrita y palpable de que verdaderamente me amaba. Tan sólo una. Una carta me era suficiente. Es más, media carilla me bastaba. Necesitaba ese documento que pudiera ser archivado; que me permitiera depositar sobre una base concreta las incertezas que continuamente acechan mi armonía. Tal vez mi corrosiva inseguridad se debía a la educación que había recibido en la infancia. Tal vez a algún perturbador recuerdo perdido en el culo del cerebro. No lo sé. Tampoco me importaba demasiado. Lo cierto es que con el tiempo devine en este maniático que soy. Un enfermo, esclavo de lo concreto; acérrimo amante de las firmas. Un tipo que debe obtener confirmaciones constantes para vivir tranquilo. Por esta debilidad y no por otra es que continué importunándola con mis frívolos ruegos. Procurando convencerla durante cada día de nuestra adhesiva relación, para que nos escribiera, a mi ego y a mí, unas bonitas palabras recordatorias.
Una mañana... un viernes recuerdo, mientras salía con destino a mi oficina me detuve mecánicamente a examinar la correspondencia amontonada en el hall de la planta baja. Entre el mazo de sobres, en su mayoría pertenecientes a empresas privadas de servicios, uno me llamó particularmente la atención. Inmediatamente supe que era de ella. De más está decir que me quedé paralizado ante tamaña sorpresa. Casi caigo de rodillas. Incrédulo tomé el sobre entre mis manos dejando caer los otros. Me emocioné. Su letra era hermosa, ¿cómo podía no escribir teniendo esa letrita tan maravillosa? Redondita, diminuta, femenina. Ese fue probablemente uno de los instantes más felices de mi vida. Aquel, aquel instante y no otro, en el que levanté su sobre y me sorprendí con su delicada manuscrita que decía en azul "Andrea Riquelme", fue el momento más feliz para mí y mi demencial obsesión.
Volví a subir al departamento y dejé la carta. Pese a mi incontrolable ansiedad decidí que lo mejor sería leerla al regresar pues estaba retrasado. A la tarde, tranquilo y con tiempo, podría disfrutarla pormenorizadamente. Releerla hasta el hartazgo. Desmenuzar cada frase. Leer entre líneas. Regodearme con mis análisis baratos aprendidos de la televisión. A la vez pensé que podría sorprenderla llamándola por teléfono e invitándola a una cena romántica a la salida de nuestros trabajos.
Ese día el cielo tuvo mil soles para mí. Las veredas se alfombraban de terciopelo rojo a mi paso. Mis ojos irradiaban un intenso esplendor que contagiaba a las pálidas marquesinas de los negocios. Mis ropas eran las de un rey del medioevo. Me sentía poderoso y esa fortaleza parecía abrir un surco en mi firme caminata hacia la oficina. En la boca no me entraban más sonrisas. Me sobraba vida como para prestarle a cualquiera.
En el trabajo estuve especialmente solidario y locuaz. Gentil y activo. Mi radiante presencia motivó un incremento en la productividad. Observaba a todos a los ojos, los compadecía por no tener la más remota noción del grado de felicidad que puede alcanzar un ser humano. Los veía pequeños ante mi plenitud. Perdidos en un mundito de cotillón. Me asombré, como si fuera la primera vez que reparaba en ello, de que sus circuitos cotidianos fueran tan elípticos y diminutos. Sus vidas no tenían la menor proyección. No prometían ni el más leve despegue. Esa tarde me vi horrorosamente rodeado de fracasados y crápulas que me envidiaban silenciosamente en medio de monitores planos e impresoras láser color.
Finalmente la impaciencia me ganó y empecé a apresurar el día. Cada dos segundos apremiaba al reloj con mi enérgica mirada para que cuanto antes posara sus negras agujas en las seis de la tarde. Finalmente me escuchó, o no, pero se hicieron las seis y fue tiempo de volver a casa.
Sólo podía pensar en el sobre. No lograba quitarlo de mi cabeza. Lo único que me importaba entonces era ratificar que todo lo que ella me decía, cuando fumábamos abrazados en la cama, era cierto. Porque en medio de esas ardorosas luchas de domingos a la hora de la siesta, ella solía esbozar, entre pudorosa y desvergonzada, cositas muy tiernas que me inflamaban de orgullo. El descanso posterior a nuestras furiosas batallas sexuales era el único momento en el que ella entreabría la hermética cerradura de su corazón. Lo que me urgía saber era si todo aquello era verdad. Y si bien intuía que sí, necesitaba verlo corroborado en el papel. Los dulcísimos momentos vividos a mí no me alcanzaban. Sus afirmaciones de que me extrañaba cuando no estábamos juntos, sus menciones para mi virilidad, sus elogios para mi eficiencia profesional, sus apuntes a mi aguda sensibilidad, todo... todo tenía que estar en esa carta. Ella tenía que poder expresarlo. Tenía que ser capaz de plasmar en la hoja, como yo lo hacía, todo lo que le pasaba. Sólo así me demostraría que valoraba la relación que teníamos. De ese único modo podría yo estar seguro de lo importante que era para Andrea.
Regresé casi corriendo. Atropellado por mi torpe desesperación podría decirse que me llevé por delante la puerta. Me dirigí a la habitación, donde sobre el escritorio había depositado, con recelo de joyero, mi mayor tesoro. La excitación continuaba en ascenso y se traslucía en la avidez demencial que irradiaban mis ojos. Abrí el sobre primero y la hoja doblada después. Era una sola. Un único párrafo llenaba los primeros renglones. Aunque breve, hay que admitir que había logrado cierta elocuencia. Al parecer tenía también una peculiar capacidad para sintetizar. Las pulsaciones retumbaban tan potentemente en mis muñecas que me sacudían las manos haciéndolas temblar. Tragué saliva y leí en voz alta.
"Amor. Finalmente tengo los resultados de esos estudios de los que no quise hablarte demasiado. Bueno. Dieron positivo. Soy HIV positiva. Todavia no puedo creerlo. Sospecho que fue la maldita transfusión la culpable. A vos no se que decirte. Se me caen las lagrimas. Hace día y medio que no puedo parar de llorar. Creo que es probable que te haya cagado la vida. Hacete el análisis. Si te cagué, no se, no se cómo pedirte perdon. Creo que no hay forma. Me parece que si algo te pasara no podría volver a verte a los ojos. Presumo que querrás verme, pero no me busques. Siento que ya no soy yo. Te dije... te dije que debíamos cuidarnos. Andrea."
Pobre, me había dicho que no le gustaba escribir. Ella me lo había anticipado. No sólo se había olvidado de unos cuantos acentos, también se notaba (al primer golpe de vista), que le costaba una enormidad hilvanar frases con habilidad, siendo más que evidente que no tenía mi destreza a la hora de redactar.
® Miguel Martínez
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