Dijo el alma que estaba agotada, que ni fuerzas para querer tenía. Que por andar tanto tiempo metida en infructuosas pasiones, había quedado en un estado deplorable, y hasta la sangre que la alimentaba se había tornado cuajada y oscura.
Dijo el alma que no pariría más versos. Que no impulsaría hacia la mente más ráfagas de rimas. Que no viajarían por sus raíles más palabras de concordia. Ni emitiría esos rápidos telegramas, que salían de su esencia, cargados de poemas.
Dijo el alma que, como tal alma que era, se merecía un inyectable intravenoso de sosiego, varías dosis de jarabe de calma, y alguna ramita de olivo, paradigma de la paz, aunque fuese triturada y en grageas.
Dijo el alma que no se cansó de amar; sino de ser mal amada. Que no renunció a cantar, pero se hastió de que su canora voz, en favor de los gritos, fuese ignorada. Dijo el alma que, por sus poros, se infiltró la melancolía, como espuma emponzoñada.
Y le contestó la mente que también ella estaba fastidiada. Harta de sobrellevar la alianza con la cordura, grabada a cincel y espada.
Y ahí están las insurrectas: alma y mente hermanadas. Las dos, de la mano, se han ido esta noche de parranda, cediendo el mando al corazón que bosteza en su caja solitaria. Y aquí queda el cuerpo, con la mente zanganeando y el alma cerrada, y con la esperanza de estabilizar el seísmo que sacude desde su núcleo a su sombra, desde su andares a su mirada…
