Había una vez un niño que se paró frente a una amapola y quedó maravillado por sus colores, la perfección de sus formas, la textura de terciopelo de sus pétalos, la delicada gradación del rojo exterior hasta el negro de su cáliz y el verde semi transparente de su tallo.
Un niño que, ya adolescente, miraba los campos de amapolas en verano y sonreía a lo lejos.
Un adolescente que se hizo adulto y, cuando su acompañante le señalaba esos mismos campos diciendo “¡mira, qué colores!”, respondía molesto “no me distraigas, que estoy conduciendo”.
Un adulto que tuvo un hijo. Un niño que una vez vino corriendo a verle, excitado, y con una amapola en la mano le dijo: “mira, papá, mira qué color rojo tan increíble!”. Y su padre se preguntó cuándo fue que perdió la capacidad de admirar el milagro de una amapola.
Un adulto que un día fue anciano. Un anciano triste porque ya no era capaz de recordar de qué color son las amapolas.
Tengo una delante mío, ya han salido a llenar de magia los campos. Y soy feliz de no necesitar que mi hijo me traiga una gritando para redescubrir la belleza tremenda que hay en millones de pequeñas cosas. Hubo un tiempo en que sí lo hubiera necesitado …
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