Miré los solitarios pétalos que recorrían toda la copa del árbol. De color blanco, flores que asemejaban nenúfares queriendo caer a la limpia superficie del lago. Bueno, eso era lo que la imaginación ardía en deseos de sentir.
Pero aquellos pétalos no caían más que cuando, cansados de coexistir con las sempiternas verdes hojas, dejaban ser transportados por el viento. Aquí caía uno y más allí otro, porque la flor se iba deshaciendo. Según le terminaba su tiempo, después de ser visitada por infinidad de abejas, iba diciendo hasta nunca al mundo que había vivido.
Vivió un sueño, un sueño de viento, de agua y tierra, que un buen día despertó para abdicar del esfuerzo y marchitada, descoyuntó sus anhelos para morir en el suelo.
Aquí he hallado su esencia, en un sinfín de soledad depositada en la acera, en el césped, en el subsuelo de un deseo que se sintió morir de mentira escuchada, creada para halagar su alma. Pero el árbol, el magnolio, se encarga de procrear nuevas flores que atraigan a otros sueños.
Levanto los ojos y veo decenas de erguidas solitarias habitando entre las sempiternas verdes hojas.