El miedo a la muerte es también el miedo a la vida, porque vivir es un riesgo, el mismo de quien se atreve a caminar sin red sobre la cuerda floja.

Nadie está seguro en ningún lado, simplemente porque la seguridad no existe, sólo existe la incertidumbre.

Vivir en la incertidumbre es difícil pero inevitable, y siempre será mejor hacerlo con coraje que con miedo, no sea que por temor malgastemos la única oportunidad de vivir que tenemos.

Solamente podemos estar seguros del momento presente, de modo que lo más sensato es apreciar cada momento de la vida como si fuera el último y luego seguir viviendo, prestando atención a sus enseñanzas, creyendo en sus leyes y confiando en nosotros mismos.

La vida es una oportunidad pero no es para siempre, esas son las reglas de juego y esa certeza no tiene por qué vivirse como un castigo.

Me gusta pensar que la vida y la muerte son como las dos caras de una misma moneda, dos polaridades que como todos los contrarios forman una unidad, en la vida hay muerte y en la muerte hay vida.

Más que temerle a la muerte que nadie sabe qué es, el gran temor es al cambio, porque siempre nos aferramos a lo conocido.

La incertidumbre es incómoda, pero es el motor que nos impulsa a enfrentar nuevos desafíos y a aprender de la experiencia, porque la seguridad sólo ayuda a mantenerse siempre igual y a no cambiar.

La vida sería muy aburrida si todos estuviéramos seguros de lo que va a pasar, porque sólo la certeza de la muerte y el riesgo que implica vivir nos hacen sentir vivos.

Las pérdidas humanas no son ni malas ni injustas, son inevitables; porque la muerte es la condición de la vida, o sea la posibilidad concreta de desaparecer en cualquier momento, tal vez para transformarnos en otra cosa, experimentar por fin algo nuevo o en el peor o mejor de los casos, según se vea, perder la conciencia y descansar eternamente.

Trasladamos nuestro miedo a la muerte, cuando exigimos seguridad en las calles, en los transportes, en el tránsito, en la salud, en el trabajo, cuando todos sabemos que es imposible tener seguridad absoluta, porque aunque esto fuera posible, tal vez nos sentiríamos algo más seguros, pero quedaría comprometida nuestra libertad de transitar libremente.

La inseguridad de la vida nos obliga a crecer, a madurar, y a intentar descubrir sus misterios; que son insondables y fascinantes, que nos brindan sabiduría y hasta nos permiten vislumbrar una esperanza.

Recién después de haber vivido muchos años, los seres humanos se pueden dar cuenta de lo milagroso de la existencia, de la extraordinaria condición de ser únicos e irrepetibles, de la grandeza humana, del gran misterio del universo que como nosotros se destruye y se recrea en una eterna danza cósmica.

La vida es un don que viene con valor agregado, o sea que cada uno nace con un potencial, para explorar y desarrollar para llegar a ser quien es.

El hecho de que seamos todos diferentes nos sugiere que cada potencial desarrollado podría dar lugar a un todo armónico e integrado. Pero no todos están dispuestos o en condiciones todavía de desarrollar sus recursos para vincularlos con otros para el bien común.

Si deseamos protegernos de la inseguridad en la vida y vivimos a la defensiva, también estamos intentando desesperadamente evitar la muerte. Tal vez, aceptando la muerte y entregándonos a ella, podremos enfrentar el desafío de vivir plenamente, sin resistirnos, rindiéndonos ante la promesa del descanso eterno o tal vez creyendo en lo que toda la humanidad ha intuido desde siempre, de que es verdad que existe, la vida después de la muerte.



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