Apuntes sobre la repugnancia
El asco, más que cualquier otra sensación humana, refleja nítidamente la imposibilidad de tolerar algo. Se trata de un mecanismo fisiológico en el que se conjugan la percepción subjetiva de un objeto o escena y la reacción objetiva del cuerpo frente a estos. Se expresa como rechazo al contacto, impresión de nausea y estupor.
El asco también tiene su historia. Lo que produce repugnancia en la actualidad no es lo mismo que inspiraba repulsión en la Edad Media, ni en la Antigüedad. Aún así, se puede establecer que la repugnancia de todos los tiempos tiene algo en común: juega cierto acuerdo social para definir lo qué es asqueroso y lo qué no lo es.
Esto queda probado si nos fijamos en el comportamiento de los niños. Antes de los tres años todos somos capaces de comernos igual un pedazo de plástico que una rana y no tenemos ningún problema en hacer una escultura, abstracta o figurativa, con nuestros propios excrementos. Con las consabidas reprimendas y la permeación de la cultura se vuelven intolerables hasta los recuerdos de esas acciones.
El asco nuestro de cada día
En principio, y sólo en principio, el asco responde al instinto de supervivencia.
La repugnancia es una alerta que lanza el organismo para evitar el contacto con aquello que puede ser perjudicial para la salud: una comida descompuesta, algún elemento tóxico, las señales de una enfermedad infecciosa.Pero la cosa no es tan simple. Hay extrañas repulsiones que no parecen surgir del peligro, sino de un mecanismo más sofisticado. El psicólogo Paul Rozin propuso un experimento asqueroso para identificar ciertas aversiones. Pudo establecer que nadie tiene problemas con mantener la saliva dentro de su boca, pero que el asunto se pone complicado si se pide depositar esa saliva en un vaso y pedir que su dueño la beba de nuevo.
Lo mismo ocurre con otros fluidos, como la sangre. Si te cortas un dedo, no tiene nada de raro que lo pongas en tu boca y succiones la herida para detener esa pequeña hemorragia. En cambio si pones el dedo sobre una gasa o algodón y luego te piden que la chupes, seguramente no serás capaz de hacerlo.
William Ian Miller, en su libro “Anatomía del asco”, asegura que
nos resulta repugnante la visión de los fluidos una vez salen de nuestro cuerpo; son percibidos como algo que se desprendió, que está fuera por completo y ya no nos pertenece. Adelanta también que el hombre contemporáneo rechaza lo viscoso, lo baboso, las comidas flácidas que contengan burbujas; lo exudante, el aspecto de los insectos, la cola de las ratas. Distinto al nativo que encontró Darwin en Tierra del Fuego y que puso su dedo sobre un trozo de carne en conserva. Poco faltó para que vomitara. Nunca había estado frente a algo tan asqueroso.
¿De qué va la repugnancia?
¿Qué es realmente lo que produce repugnancia? ¿Cuáles son las verdaderas asociaciones que aparecen en lo profundo de la mente cuando experimentamos repulsión?
La vida y la muerte. La condición animal, que por más filosofías que inventemos y ciudades que construyamos, es eternamente mortal.
Lo viscoso, lo sangruno, lo negro o azul como índice de la descomposición de la materia, como señal de que estamos biológicamente vivos y, por lo tanto, más o menos en trance de muerte. La carne dura y fría causó rechazo en el nativo porque lo indujo a evocar un cuerpo inerte. Es la finitud lo que secretamente nos aterra.En ocasiones esa sensación se torna tan aterradora que convertimos nuestra vida en una oda a la asepsia.
La higiene como obsesión. Ni un ápice de polvo en ninguna parte, ducha con violento restregado del cuerpo, lavado de manos ochenta veces al día… Sexo sin residuos, axilas sin pelos, baños ahogados entre desinfectantes. Tel vez sentimos que nosotros mismos y los que nos rodean son una fuente de suciedad. Tal vez ocurre u ocurrió algo en nuestra vida que nos hace sentir sucios. Quizás si alguien mira alguna de nuestras prendas íntimas o algún rincón olvidado en nuestro armario encontrará los rastros de una pulcritud no tan intachable.
La higiene compulsiva puede estar actuando como una defensa, como una cortina de humo tras de la cual campea algún sentimiento de culpa que no terminamos de traer a la consciencia. Mientras tanto nos condenamos a una vida aprisionada en el terror de ser y “contagiarnos” del animal humano que nos habita.
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