Comúnmente se llama “voz de la conciencia” a esa parte de nosotros mismos que actúa como guardián de la moral sobre lo que pensamos, sentimos o hacemos. Es como un “otro yo” que propicia un diálogo interno. En ese diálogo advierte, recrimina o hasta castiga. Esa voz está ahí para conducirnos, por lo general, a la culpa.
La voz de la conciencia es la expresión de la autoridad en nuestro interior. Esa fuente de autoridad ha sido inculcada y corresponde o a un padre, o a un dios, o a una religión o a cualquier otra forma de poder que define unas normas de conducta.
“La conciencia hace que nos descubramos, que nos denunciemos o nos acusemos a nosotros mismos, y a falta de testigos declara contra nosotros.”Compartir
La “voz de la conciencia” nos habla de moral, de buenas costumbres. Parece como un fiscal, porque su papel es acusatorio y para algunas personas llega a ser extremadamente insidiosa. De hecho, hay quienes llegan a experimentar físicamente esa voz, como un susurro al oído que siempre está señalando con el dedo, amenazando y agrediendo a quien la escucha.
Todos nos convertimos en personas aptas para vivir civilizadamente en una sociedad, gracias a que alguien nos enseñó, como dice la canción, “que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”. Para poder convivir con los demás debemos renunciar a actuar haciendo lo que se nos antoje. Tenemos que ceder parte de nuestros deseos, en nombre de una sana adaptación a algunas normas básicas que rigen el mundo.
También nos inculcan desde niños un catálogo de conciencia moral en el que hay dos apartados separados por una gruesa línea roja: lo que está bien y lo que está mal. Por lo general, los padres o tutores solamente son los transmisores de una moral que ya ha sido establecida por alguna autoridad. Así, aprendemos a valorar lo bueno y lo malo a partir de la religión, la ley, la cultura o cualquier otro conjunto de principios que rija una sociedad.
A algunos, por ejemplo, nos enseñan que la discriminación racial es positiva, en tanto protege la “pureza” de un determinado grupo. A otros les indican que la masturbación los puede volver locos. En ambos casos, lo que se transmite es irracional y aún así se inculca como válido.
La rigidez moral y la arbitrariedad
La conciencia moral, por lo general, se transmite de manera arbitraria. En principio, los padres y el mundo consideran que es un deber ayudar al niño a que acepte los mandatos morales de la sociedad. No necesitan exactamente que tengan una conciencia real de ellos, sino que los obedezcan. Por eso, para muchos, “educar” consiste en lograr que todos obedezcan.
En algunas familias y en algunas sociedades, especialmente las que deben transmitir principios de conducta que riñen con la razón, se valen del señalamiento, de la amenaza y del castigo para poder inculcar en los suyos el respeto a ciertas normas.
Es lo que sucede en las culturas en donde, por ejemplo, hay una fuerte discriminación en contra de la mujer. El catálogo de conducta para ellas es sumamente estricto y está básicamente lleno de restricciones. De este modo, se logra que lleguen a aceptar prácticas como la infibulación o la violencia física por parte de los hombres. Esto solo se puede inculcar a través de limitaciones y castigos sucesivos que eviten su insumisión.
La conciencia moral y la moralina
Todos los catálogos morales incluyen alguna suerte de irracionalidad. Mucho de esos catálogos está dirigido hacia el comportamiento sexual y la relación que se mantiene con el poder. Muchas infancias son una etapa de “adoctrinamiento”, en la que se busca básicamente quebrar la voluntad del individuo, para que no desarrolle conductas “desviadas” de la norma.
Muchas personas interiorizan profundamente esos mandatos y en su vida adulta son presas fáciles de la culpa. De hecho, llegan a sentirse culpables incluso si se les pasa por la mente cuestionar los preceptos bajo los que han sido educados.
Se sienten “malos” si ponen en cuestión el comportamiento de sus padres o la validez conceptual de una religión. La “voz de la conciencia” se convierte en una instancia perseguidora y perturbadora que les mantiene “vigilados” y que les induce a castigarse con severidad si se apartan del mandato.
Precisamente, una de las tareas de un adulto sano es la de decantar esos valores, o antivalores, en los que ha sido educado. A diferencia de la moral, la ética es una construcción personal, que no tiene una alta rigidez y se basa en una valoración más objetiva de uno mismo y del mundo, a la luz de las razones.
La ética justifica las acciones con evidencias lógicas y razones de conveniencia personal y social. La moral se sustenta en prejuicios, es decir, en argumentos que terminan en una arbitrariedad del tipo “porque así debe ser”, “porque en la otra vida serás castigado” o “porque así se acostumbra”. Más ética y menos moralina necesitamos todos para tener una convivencia sana.
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