“Los activistas de derechos humanos somos como esos dinosaurios que caminaban desprevenidos por la tierra hace 65 millones de años, sin notar
que en el horizonte se asomaba el meteorito que acabaría con su especie”. Esa frase me quedó en la memoria desde que su autora, una reconocida activista africana,
la soltó a manera de provocación en un panel que compartíamos sobre la difícil situación de los derechos humanos en el mundo.
La colega no está sola en su preocupación. Hay una nutrida escuela de analistas que coinciden con el inglés Stephen Hopgood, cuyo libro lleva un título
que no deja nada a la imaginación: El final de los tiempos para los derechos humanos. Según Hopgood y sus seguidores, la crisis del orden global
liderado por Estados Unidos y Europa es también la del proyecto de los derechos humanos. La consolidación global del populismo de derecha y de izquierda
—desde India hasta Brasil, desde Venezuela hasta Hungría— parecería darles la razón a los mensajeros del apocalipsis.
Como si lo anterior fuera poco, el problema es que los derechos humanos fueron creados para luchar contra los prejuicios religiosos y los gobiernos
tiránicos de los siglos pasados, pero tienen serias dificultades para ponerles límites a las tecnologías del siglo XXI, como las plataformas sociales que
acumulan y venden nuestros datos personales. Como escribió Yuval Harari al constatar esta brecha, la disyuntiva es clara: o las narrativas y las estrategias
de derechos humanos se actualizan, o pueden entrar en el tipo de crisis terminal que anuncian los escépticos. Después de todo, los derechos humanos no
son una realidad física, sino una creencia compartida que, como todas las creencias, deriva su poder de su capacidad para mantenerse creíble
y darle sentido al mundo a medida que va cambiando.
Ciertamente no son los mejores tiempos para los derechos humanos. Pero creo que no estamos en un tiempo de crisis, sino de transición. Los críticos tienen
razón cuando dicen que las estrategias usuales de “nombrar y avergonzar” a los gobiernos violadores de derechos humanos ya no es eficaz, al menos por sí sola.
Porque cada vez más son los gobernantes sinvergüenzas y que se cubren mutuamente la espalda.
La ventaja es que los tiempos difíciles, transicionales, son también tiempos de creatividad e innovación. Eso es lo que está pasando en países como Venezuela,
donde la persecución del régimen Maduro ha llevado a las ONG de derechos humanos a hacer un activismo tan creativo como valiente, saliendo a las calles y
uniéndose a los jóvenes que se movilizan en espacios tan inusuales como conciertos de rock. O en países donde los derechos humanos están en riesgo serio,
como la India del reelegido Modi. Allí, valientes activistas reconocidos han desempolvado las estrategias gandhianas para viajar y hacer presencia pacífica en
los lugares donde ciudadanos musulmanes han sido linchados por hindúes por comer carne, bajo la mirada cómplice de las autoridades del gobierno hinduista fundamentalista de Modi.
Así que la extinción de los derechos humanos no está a la vuelta de la esquina. Pero su supervivencia tampoco está garantizada. Aún hay tiempo de esquivar el meteorito.