Leyenda de amor de Itimad y Al Mutamid.
Cuenta la leyenda, que así es como ocurrió…
Érase la época del rey taifa de Sevilla Al Mutamid, quien reinó de 1069 a 1090. El rey poeta, el rey culto al que todos los sevillanos querían, se iba a enamorar de una esclava.
Paseaban una tarde el rey Al Mutamid y su gran amigo y mano derecha, Aben Amar. Contemplaba el rey la belleza del río impresionado por el aspecto que le imprimía el viento. Se sintió inspirado y recitó unos versos con la intención de que Aben Amar los continuara:
«La brisa convierte al río
en una cota de malla.»
Continuaron su paseo mientras Aben Amar trataba de responder con otros versos, pero su mente estaba en blanco y las palabras eran incapaces de salir de su boca. Al Mutamid insistió volviendo a repetir la misma frase:
«La brisa convierte al río
en una cota de malla.»
En ese instante escucharon una voz femenina que venía de sus espaldas y que respondía con presteza y elocuencia a las palabras del rey taifa:
«Mejor cota no se halla
como la congele el frío.»
Al Mutamid se quedó sorprendido y sintió un auténtico flechazo por esa chiquilla que marchaba descalza acompañando a su burro. Le ordenó a Aben Amar que la siguiera, que la encontrara y que la trajera a palacio para tomarla como esposa.
Aben Amar la siguió y descubrió que esta bella joven se llamaba Itimad, aunque tenía el sobrenombre de Romaiquía porque era la esclava de un hacedor de tejas de Triana llamado Romaiq.
Aben Amar negoció la compra de Itimad con Romaiq pero este se la regaló al rey aduciendo que era una chica perezosa y soñadora y no hacía bien su trabajo.
Tras llegar a palacio, Itimad cayó enamorada de Al Mutamid del mismo modo en que éste se enamoró de ella. Fue un amor desmedido, romántico y apasionado. Ambos compartían el gusto por la poesía y las letras y Al Mutamid no tomó a ninguna otra esposa, aun permitiéndoselo su religión.
Era también conocido lo complaciente que era el rey con Itimad. Cuenta la leyenda que un día él encontró llorando a su esposa y al preguntarle qué le pasaba esta contestó que echaba mucho de menos el tacto del barro que usaba para hacer las tejas en el taller de Romaiq.
El rey no se lo pensó dos veces y, a la mañana siguiente, llenó uno de los patios de su palacio musulmán con una gran cantidad de barro y una mezcla de especias (almizcle, clavo, etc.) que le daban un olor irresistible. Itimad pasó todo el día jugando con sus sirvientas y riendo como una niña.
Pero, como ocurre siempre, lo bueno se acaba. El fin del reinado de Al Mutamid tuvo lugar cuando, sintiéndose amenazado por la expansión del Alfonso VI de León, pide ayuda a los almorávides, quienes no sólo combatirían a los cristianos sino que irían conquistando los distintos reinos taifas.
El emir Yusuf gobernó en las ciudades de Al Andalus y desterró a Al Mutamid y a su esposa Itimad a Agmat en las inmediaciones de Marrakech.
Dice también la memoria popular que mientras navegaban el río Guadalquivir, Al Mutamid e Itimad eran despedidos entre lágrimas por los sevillanos.
En su destierro vivieron en la pobreza a la que la Romaiquía estuvo acostumbrada en su juventud, pero la llama de su amor nunca se apagó. Las tumbas de ambos y de uno de sus hijos se encuentran en Agmat, donde su historia ha sobrevivido al paso de los siglos.