Dejar que la comida se pudra en el refrigerador y no tirarla, traer revistas inservibles en el asiento de atrás del coche durante semanas, mezclar ropa limpia y sucia en algún rincón de la recámara, olvidarnos de los trastes sucios en el fregadero… Hay temporadas caóticas que llegan a instalarse en nuestra vida y nos vamos acostumbrando a ellas, hasta que alguien nos hace notar que el orden, nos guste o no, hace la vida más sencilla.
Me acuerdo cuando tenía quince años y mi madre tenía la osadía de entrar a mi recámara: “Ay, m’ijita. Si como tienes tu cuarto tienes la cabeza… Te recuerdo que no hay permisos hasta que no recojas tu desorden.” Con esas amenazas y una jeta de tres metros, arreglaba mi tinglado y obtenía el “pase de salida” para el fin de semana.
Pero cuando te lo dice tu madre y tienes quince años, mmm, como que no cuenta. Una puede controlar el caos y el mundo sigue girando. La cosa cambia cuando vives en pareja, el otro se vuelve un espejo que magnifica tus defectos. Es penoso darnos cuenta de que nuestros malos hábitos han empezado a causar estragos en la relación y, sobre todo, que no hemos tenido la voluntad de cambiarlos.
Paulina, por ejemplo, tiene cuatro meses de casada. Ayer nos vimos para tomar un café y la encontramos bastante desmejorada, un poco enferma, ojerosa e incómoda consigo misma.
– ¿No estás contenta? –preguntó Gaby.
– Tengo depresión post boda –respondió Paulina.
– ¿Cómo?
– Mira, después del rush de la fiesta y la luna de miel, me vino un bajón horrible. Siento que no me adapto…
Antes de casarse, Paulina vivía sola en su depa y era feliz con su desmadrito, un zapato por aquí, un suéter por allá, ropa tirada en el baño… Ahora Paulina extraña su caos porque su marido es el más ordenado: “Mi hombre es un bombón y me tiene mucha paciencia. Como ya me conoce, me asignó mi esquina del desorden, ahí puedo poner todo mi caos. Pero a veces se me van las cabras y dejo cosas tiradas. Él, sin decirme nada, las levanta y las ordena. Eso me hace sentir fatal”.
Roberta entró al quite: “Puedes seguir así, quizás él también se acostumbre, pero al llegar los hijos una ya no puede hacerse tonta. Cuando nació mi bebé me dije: o te educas a ti misma o él padecerá tus malos hábitos.”
Les conté que me pasa lo mismo cada vez que mi novio se sube a mi coche y no podemos escuchar música porque el estéreo tiene un falso contacto. Aunque él es muy respetuoso y no me dice nada, su sola presencia me hace sentir una vieja fodonga. Ya me ofreció llevarlo a reparar, pero como soy una orgullosa, le dije que yo lo haría (cosa que no ha sucedido). Al respecto, Roberta fue muy dura en su sentencia: “Yo creo que si amas tanto tus malos hábitos, entonces no mereces el amor de alguien más.” (Gulp!!)
Quizás Roberta tenga razón, pero este asunto tiene sus matices: todos necesitamos un poco de caos para tener la mente en orden, que ironía. Hay algunos que somos más obsesivos y otros más cínicos, pero todos tenemos nuestro lado caótico y, de manera más o menos consciente, dejamos tirada nuestra mierda (simbólica o real) con la que, irremediablemente, alguien se tropezará.
Si queremos vivir en paz con nuestra pareja o con la comunidad, tenemos que ponernos las pilas. La desidia y la hueva pocas veces nos traen beneficios sociales. A veces somos taaaaan listas que encontramos una justificación incontestable para seguir siendo la peor versión de nosotras mismas: cuando no es la depre es el trabajo, cuando no es la falta de tiempo es la familia que nos educó así. Siempre habrá algo o alguien más en qué depositar nuestra falta de voluntad.
Creo que hay ámbitos de tolerancia para ser desidiosa y caótica, porque no pasa nada realmente trascendente si dejamos un calcetín olvidado debajo de la cama. Pero cuando nuestro desorden empieza a hacerle grietas a una relación, la vida es contundente: o cambias o te cambian (casi siempre por otra persona); es una bomba de tiempo.