El mendigo Iba yo mendigando de puerta en puerta, a lo largo de la calle de la aldea. En un lugar me daban una manzana, en otro un trozo de pan, en otro una espiga de trigo… De pronto, allá a lo lejos, apareció tu carruaje de oro, parecido a un sueño maravilloso. Me pregunté: ¿Quién será este Rey de reyes? Crecieron mis esperanzas, y pensé que los días tristes de mi vida estaban a punto de terminar, esperé que se me diera la limosna sin tener que pedirla, y que tus riquezas abundantes fueran esparcidas por el polvo del camino. El carruaje se detuvo a mi lado; Tu mirada cayó sobre mí, y Tú descendiste con una sonrisa. Presentí que mis días de mendigo habían llegado a su fin y me quedé esperando tesoros inmensos. Había llegado el momento supremo de mi vida. Pero Tú, bajando lentamente del carruaje te quedaste quieto ante mí y me extendiste la mano derecha diciéndome: “¿Qué tienes para darme?” ¡Ah, pero qué gesto verdaderamente digno de un rey fue aquél de extenderme Tu mano para pedir la limosna a un pobre! Titubeante y confuso, extraje lentamente de mi zurrón un grano de trigo y Te lo di. Y con gesto sencillo sonreíste y continuaste tu camino. ¡Pero cuál no sería mi sorpresa cuando, al final del día, extendí sobre la vieja mesa el contenido de mi mochila y encontré en la exigua espiga de trigo, un granito de oro… el mismo que yo te había entregado horas antes. Lloré amargamente por no haber tenido generosidad suficiente para haberte entregado todo aquello que poseía…
Tagore
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