Esa flor
que posabas En el vértice agudo de tus días Que eran también los
míos -si me lo concedes- y era un peligro audaz, un tanto dulce, Dejarla
allí, invocarla A través de la canción de los solitarios O de las
grandes derrotas; esa flor Por ti acostada En
la trémula frontera que tu pecho Hace con lo terrible, con lo que
queda lejos, Con lo que cae allende nuestros sueños, Se mustió
durante cien albas bien frías; De su ceniza brotó la única rosa.
Y era aquel tiempo triste, ciertamente. Llovía mucho
en torpes calendarios, En los días jueves, en los abrigos lentos; En
las pálidas semanas de un amor, Y nosotros, los fugitivos De
todos los deseos, Manchábamos los colores de los retratos Con
gestos esquivos, con miradas Codiciosas de la insegura partida, Y
era aquel tiempo grande porque teníamos rosas. A
veces nos sorprendemos Persiguiendo los recuerdos como tal vez
procura Un marinero ciego con sus ojos El engaño de una luz que
viene del mar, Y volvemos allí para caer de nuevo, Para dejar
partir esos expresos Que desgarran el amanecer porque desean Otras
ciudades puras, algún lugar sin nombre; Para darle a esa noche que
no nos lo merece La moneda de oro restregada Por la rara amistad que provocan los versos.
No debemos dejar que el viento de la impiedad Derroque
una atalaya de inocencia O que no queme el vuelo un ángel negro Derramado
en las almas. Porque estamos seguros De que
para ahogar de nuevo la mocedad Precisamos manos limpias y agua
clara, Y saber que arrasamos un jardín Y alguna primavera, que
perdimos Quizás alguna vida Para volver a la vida y encontrarnos, Pero
no los recuerdos ni la rosa.
Ramiro Fonte
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