EL PROTEGIDO
María quedóse parada delante de la mesa de los regalos, en el preciso momento en que ya se iba a retirar, por haber descubierto una cosa que hasta entonces no viera. A través de la multitud de húsares de Federico, que formaban en parada junto al árbol, veíase un hombrecillo, que modestamente se escondía como si esperase a que llegara el turno. Mucho habría que decir de su tamaño, pues, según se le veía, el cuerpo, largo y fuerte, estaba en abierta desproporción con las piernas, delgadas, y la cabeza resultaba asimismo demasiado grande. Su manera de vestir era la de un hombre de posición y gusto. Llevaba una chaquetilla de húsar de color violeta vivo con muchos cordones y botones, pantalones del mismo estilo y unas botas de montar preciosas, de lo más lindo que se puede ver en los pies de un estudiante, y mucho más en los de un oficial. Ajustaban tan bien a las piernecillas como si estuvieran pintadas. Resultaba sumamente cómico que con aquel traje tan marcial llevase una capa escasa, mal cortada, que parecía de madera, y una montera de gnomo; al verlo pensó María que también el padrino Drosselmeier usaba un traje de mañana muy malo y nunca gorra incapaz y, sin embargo, era un padrino encantador. También se le ocurrió a María que el padrino tenía una expresión tan amable como el hombrecillo, aunque no era tan guapo. Mientras María contemplaba al hombrecillo, que desde el primer momento le había sido simpático; fue descubriendo los rasgos de bondad que aparecían en su rostro. Sus ojos verde claro, grandes y un poco parados, expresaban agrado y bondad. Le iba muy bien la barba corrida, de algodón, que hacía resaltar la sonrisa amable de su boca.
-Papá -exclamó María al fin-, ¿a quién pertenece ese hombrecillo que está colgado del árbol?
-Ese, hija mía-respondió el padre-ha de trabajar para todos partiendo nueces, y, por tanto, pertenece a Luisa lo mismo que a Federico y a ti.
El padre lo cogió y, levantándole la capa, abrió una gran boca, mostrando dos hileras de dientes blancos y afilados, María le metió en ella una nuez, y... ¡crac!..., el hombre mordió y las cáscaras cayeron, dejando entre las manos de María la nuez limpia. Entonces supieron todos que el hombrecillo pertenecía a la clase de los partidores y que ejercía la profesión de sus antepasados. María palmoteó alegremente, y su padre le dijo:
-Puesto que el amigo Cascanueces te gusta tanto, puedes cuidarle, sin perjuicio, como ya te he dicho, de que Luisa y Federico lo utilicen con el mismo derecho que tú.
María lo tomó en brazos, le hizo partir nueces; pero buscaba las más pequeñas para que el hombrecillo no tuviese que abrir demasiado la boca, que no le convenía nada. Luisa lo utilizó también, y el amigo partidor partió una porción de nueces para todos, riéndose siempre con su sonrisa bondadosa. Federico, que ya estaba cansado de tanta maniobra y ejercicio y oyó el chasquido de las nueces, llegóse junto a sus hermanas y se rió mucho del grotesco hombrecillo, que pasaba de mano en mano sin cesar de abrir y cerrar la boca con su ¡crac!, ¡crac! Federico escogía siempre las mayores y más duras, y una vez que le metió en la boca una enorme, ¡crac!, ¡crac!..., tres dientes se le cayeron al pobre partidor, quedándole la mandíbula inferior suelta y temblona.
-¡Pobrecito Cascanueces! -exclamó María a gritos, quitándoselo a Federico de las manos.
-Es un estúpido y un tonto -dijo Federico-; quiere ser partidor y no tiene las herramientas necesarias ni sabe su oficio. Dámelo, María; tiene que partir nueces hasta que yo quiera, aunque se quede sin todos los dientes y hasta sin la mandíbula superior, para que no sea holgazán.
-No, no-contestó María llorando-; no te daré mi querido Cascanueces, mírale cómo me mira dolorido y me enseña su boca herida. Eres un cruel, que siempre estás dando latigazos a tus caballos y te gusta matar a los soldados.
-Así tiene que ser; tú no entiendes de eso -repuso Federico-, y el Cascanueces es tan tuyo como mío; conque dámelo.
María comenzó a llorar a lágrima viva y envolvió cuidadosamente al enfermo Cascanueces en su pañuelo. Los padres acudieron al alboroto con el padrino Drosselmeier, que desde luego se puso de parte de Federico. Pero el padre dijo:
-He puesto a Cascanueces bajo el cuidado de María, y como al parecer lo necesita ahora, le concedo pleno derecho sobre él, sin que nadie tenga que decir una palabra. Además, me choca mucho en Federico que pretenda que un individuo inutilizado en el servicio continúe en la línea activa. Como buen militar, debe saber que los heridos no forman nunca.
Federico, avergonzado, desapareció, sin ocuparse más de las nueces ni del partidor, y se fue al otro extremo de la mesa, donde sus húsares, luego de haber recorrido los puestos avanzados, se retiraron al cuartel. María recogió los dientes perdidos de Cascanueces, le puso alrededor de la barbilla una cinta blanca que había quitado de un vestido suyo y luego envolvió con más cuidado aún en su pañuelo al pobre mozo, que estaba muy pálido y asustado. Así lo sostuvo en sus brazos, meciéndolo como a un niño, mientras miraba las estampas de uno de los nuevos libros que les regalaran. Se enfadó mucho, cosa poco frecuente en ella, cuando el padrino Drosselmeier, riéndose, le preguntó cómo podía ser tan cariñosa con un individuo tan feo. El parecido son su padrino, que le saltara a la vista desde el principio, se le hizo más patente aún, y dijo muy seria:
-Quien sabe, querido padrino, si tú también te vistieses como el muñequito y te pusieses sus botas brillantes si estarías tan bonito como él.
María no supo por qué sus padres se echaron a reír con tanta gana y por qué al magistrado se le pusieron tan rojas las narices y no se rió ya tanto como antes. Seguramente habría una razón para ello.