Asomando a la noche
en la terraza
de un
rascacielos altísimo y amargo
pude tocar la bóveda nocturna
y en un acto
de amor extraordinario
me apoderé de una celeste
estrella.
Negra estaba la noche
y yo me deslizaba
por
la calle
con la estrella robada en el bolsillo.
De cristal
tembloroso
parecía
y era
de pronto
como si llevara
un paquete de
hielo
o una espada de arcángel en el cinto.
La guardé
temeroso
debajo de la
cama
para que no la
descubriera nadie,
pero su luz
atravesó
primero
la lana del
colchón,
luego
las tejas,
el techo de mi
casa.
Incómodos
se hicieron
para mí
los más
privados menesteres.
Siempre con esa luz
de astral acetileno
que
palpitaba como si quisiera
regresar a la noche,
yo no podía
preocuparme
de todos
mis deberes
y así fue que olvidé pagar mis cuentas
y me quedé
sin pan ni provisiones.
Mientras tanto, en la calle,
se
amotinaban
transeúntes, mundanos
vendedores
atraídos sin duda
por el
fulgor insólito
que veían salir de mi ventana.
Entonces
recogí
otra vez mi estrella,
con
cuidado
la envolví en mi pañuelo
y enmascarado entre la
muchedumbre
pude pasar sin ser reconocido.
Me dirigí al oeste,
al río
Verde,
que allí bajo los sauces
es sereno.
Tomé la estrella de la noche fría
y
suavemente
la eché sobre las aguas.
Y no me sorprendió
que se alejara
como un pez
insoluble
moviendo
en la noche del río
su cuerpo de diamante.
Pablo Neruda