Ejercicio de soledad
Estamos solos la mosca y yo en esta tarde de sábado. No intento sorprenderla como ella, que surge sin saber cómo mientras levanto la vista del libro donde leo de atardeceres y congojas. Lo más admirable de la mosca no es su vuelo geométrico ni su lenguaje de figuras, sino esa suerte echada que la distingue y que la obliga a aceptar el destino de haber llegado a morir a este sitio sin boñigas, donde el único horizonte posible es la almohada. Es evidentemente joven la mosca, de pequeño tamaño, silenciosa, casi aséptica, ni siquiera con el deseo de encontrar una borona, un compañero, con el que pueda hablar de sus preocupaciones de mosca -que yo ignoro-, de viajes al basurero y a los desperdicios, que ella haría con actitud deportiva en caso de no haberse extraviado aquí lejos de sus hermanas. Sé bien que las moscas no son acariciables menos con el pensamiento, de suerte que me acostumbro a pensar en ella como un hecho súbito que surge y desaparece, para nada necesitada de mí o de mi creencia, satisfecha consigo misma en sus esguinces y rincones. Esta mosca es lo menos mosca que haya conocido, pero ella debe saberse mosca para ser tan encantadoramente solitaria: toda clasificación parte de mí, a ella la tiene sin cuidado ser mosca u hombre o elefante, en su fuero íntimo le importará poco que ella sea hombre y yo mosca, y no se extrañará de no verme volar cuando compruebe que llevo mis dos patas a la cabeza y la sacudo para que produzca palabras y pensamientos, o cuando suene el teléfono trayéndome tus noticias o cuando me siento descuidadamente cerca del periódico, mientras le ayudo a que aparezca muerta y ya. Como yo, como todos.
Fernando Garavito
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