Cinco poemas para abdicar, para que sean un destello terrestre en mi tránsito mientras el vaivén de mi cuerpo me dote de viejo sueño y tenga un altar adornado, mientras mis ojos suspendan la aspersión del líquido más breve, abandonen su aire lacustre y la ligereza de la lágrima cóncava en donde beben grullas y otras zancudas con pie de bailarina, mientras mis manos sean hangares en las salina negras para aviones de turbios vuelos, mientras el súcubo murciélago diga en mi oído espuma y diga oscuridad en las marineras negras.
Cinco poemas para la marcha en el paisaje de sábana de hilo, un páramo es encaje antepasado, iniciales bordadas hace ya tres mil días y alguna mancha de amor.
Cinco poemas como cinco frutos cifrados o como cinco velas para la travesía: el primero hacia aquella a la que nadie ve en la vaga velada del lago: un resquicio de abril para Virginia, porque amó a las mujeres.
El segundo para mi amor: sé bien que encima de mis heridas busco la alondra de tus heridas, sé bien que encima de mis heridas una cigüeña pone sus huevos. Encima de tus heridas las ramas de los nervios se han dormido y ahora son alas, páginas, oleaje, seres verdes.
Encima de mis heridas yo descubro una tela desventurada y ocre, rasgada de enemigos, o una palabra emborrachada por el lacre. Pero cuando me duerma ya no te querré.
El tercero para la casa que cae y el álamo vihuela o jardín bello, para el ángel que guarda a la lombriz, para todo lo que es pueril o leve y que clava submarinos anzuelos en los ojos adultos. El tercero es para el corazón de la raíz y para la cerrada tierra de los estambres, para la lluvia seria de las siestas del norte, mala como una institutriz. Dile que no se meta en los salones y los llene de gafas estrujadas. Ay, dile que no espante los espejos de mirada niña.
Había tres balcones sangrantes, había tres balcones como tres heridas incurables del muro, había tres balcones y siete temblorosos escabeles. Ay, dile que no asuste las palabras palomas, que no deje que vayan batiendo un aire usado con alas de cuchillo. Las palabras apátridas de mi tercer poema que no me muerdan las mejillas y las sonatas que yo no toqué nunca, que no cesen, ni el pequeño cuaderno de Ana Magdalena. Yo no dije: ¡silencio!, y ahora el réquiem se teje con seres y desastres consanguíneos. Dejadme las hortensias vestidas de pupilas, con traje de mirada, esa campana vegetal que ya no suena y llora un zumo epílogo, y las magnolias catalejos, y aquel sillar tan grande como el siglo más cíclope. Yo no dije: ¡silencio! pero me fui bebiendo vino de exilio en la boca de piedra, bebiendo fermentado líquido migratorio, los ramos de las tórtolas de agosto y el eco de la casa que se cae.
Veo que no sobrevive el alma alta del muro, la espuma voladora borracha de gaviotas, el ángel que cuidaba la cucaracha de uva y la lombriz, ni ningún pájaro como lágrima póstuma y celeste, ni la resina tañendo su ámbar triste, ni tampoco las malvas, las violentas, las verdes partituras.
El cuarto es para mi amor. Amor mío, sé bien que no te escupirá mi sueño y que tu cuello no será sajado por el filo último de mi sueño, que no te insultará el hiriente corazón de mi sueño, porque si duermo ya no te querré. Sé bien que busco encima de mis heridas el escorpión de oro de tus heridas. Sé bien que encima de mis heridas sólo habita la imagen encalada de mi muerte. Y por eso voy a asesinar con la virgen cuchilla barbitúrico la muchedumbre de heroicos locos que entonan para mí la pesadilla y el bostezo, amor mío, sin asomar por la ventana fuegos viejos, frescas cenizas, familias errantes de soles.
Mi amor para la imagen encalada de mi muerte, para la cal que se come a los niños, para mi último caballo, oro, sobre asfalto celeste y el hule astral de abril. Sé bien que galoparé en negro porque negro es el color de los sueños, negras las manos de la intimidad, y sin espuelas, y sin bridas, porque las espuelas son el poder, la aberración, estrellas de tijera y abismo.
El quinto para mi caballo, para cuando ya estemos sucediendo como dos estaciones o dos días igules.
Blanca Andreu.
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