CAMINO HACIA LA PASIÓN DE JESÚS
De la Homilía de Benedicto XVI el 29 de marzo de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
En el pasaje evangélico de hoy [Domingo V de Cuaresma, Ciclo B], san Juan refiere un episodio que aconteció en la última fase de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la Pascua judía, que sería su Pascua de muerte y resurrección. Narra el evangelista que, mientras se encontraba en Jerusalén, algunos griegos, prosélitos del judaísmo, por curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a Felipe, uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea. «Señor -le dijeron-, queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor, y que también tenía un nombre griego; y ambos «fueron a decírselo a Jesús» (Jn 12,22).
En la petición de estos griegos anónimos podemos descubrir la sed de ver y conocer a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al misterio de la Pascua, manifestación gloriosa de su misión salvífica. «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12,23). Sí, está a punto de llegar la hora de la glorificación del Hijo del hombre, pero esto conllevará el paso doloroso por la pasión y la muerte en cruz. De hecho, sólo así se realizará el plan divino de la salvación, que es para todos, judíos y paganos, pues todos están invitados a formar parte del único pueblo de la alianza nueva y definitiva.
A esta luz comprendemos también la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje evangélico: «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32), así como el comentario del Evangelista: «Decía esto para significar de qué muerte iba a morir» (Jn 12,33). La cruz: la altura del amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos.
Muy oportunamente la liturgia nos hace meditar este texto del evangelio de san Juan en este quinto domingo de Cuaresma, mientras se acercan los días de la Pasión del Señor, en la que nos sumergiremos espiritualmente desde el próximo domingo, llamado precisamente domingo de Ramos y de la Pasión del Señor. Es como si la Iglesia nos estimulara a compartir el estado de ánimo de Jesús, queriéndonos preparar para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no como espectadores extraños, sino como protagonistas juntamente con él, implicados en su misterio de cruz y resurrección. De hecho, donde está Cristo, allí deben encontrarse también sus discípulos, que están llamados a seguirlo, a solidarizarse con él en el momento del combate, para ser asimismo partícipes de su victoria.
El Señor mismo nos explica cómo podemos asociarnos a su misión. Hablando de su muerte gloriosa ya cercana, utiliza una imagen sencilla y a la vez sugestiva: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Se compara a sí mismo con un «grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto», como dice de forma eficaz san Atanasio. Y sólo mediante la muerte, mediante la cruz, Cristo da mucho fruto para todos los siglos. De hecho, no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a cabo el plan divino de la salvación universal era necesario que muriera y fuera sepultado: sólo así toda la realidad humana sería aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida, el triunfo del Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte.
Con todo, el hombre Jesús, que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos, sentía el peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba. Precisamente por ser hombre-Dios, experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado humano y a cuanto hay de sucio en la humanidad, que él debía llevar consigo y consumar en el fuego de su amor. Todo esto él lo debía llevar consigo y transformar en su amor. «Ahora -confiesa- mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?» (Jn 12,27). Le asalta la tentación de pedir: «Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida». En esta apremiante invocación percibimos una anticipación de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la soledad y el miedo, implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión.
Sin embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que precisamente para eso ha llegado a esta hora, y con confianza ora: «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,28). Con esto quiere decir: «Acepto la cruz», en la que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios. Este es el gran acontecimiento del Monte de los Olivos, el itinerario que deberíamos seguir fundamentalmente en todas nuestras oraciones: transformar, dejar que la gracia transforme nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina.
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