EL LETRADO QUE ENTIENDE DEL REINO DE LOS CIELOS
San Isidoro de Sevilla, Libro de las sentencias (3, 8-10)
La oración nos purifica, la lectura nos instruye; ambas cosas son buenas si son posibles. De lo contrario, mejor es orar que leer.
El que quiere estar siempre con Dios, ha de orar con frecuencia y frecuentemente debe leer. Pues cuando oramos, hablamos con Dios; cuando leemos, Dios habla con nosotros.
Todo progreso nace de la lectura y de la meditación. Pues en la lectura aprendemos lo que ignoramos, y con la meditación conservamos lo aprendido.
Doble es el don que la lectura de la sagrada Escritura nos reporta: ilumina nuestra inteligencia y conduce al amor de Dios al hombre liberado ya de las vanidades del mundo. Pues estimulados muchas veces con sus palabras, nos sustraemos al deseo de una vida mundana; y encendidos en amor a la sabiduría, tanto más se envilece la vana esperanza de nuestra condición mortal, cuanto más radiante apareciere, al calor de la lectura, la esperanza de los valores eternos.
Doble es también la motivación de la lectura: la primera se refiere al modo de entender las Escrituras; la segunda, a la utilidad y la dignidad con que deben ser proclamadas. Lo primero que hay que hacer es capacitarse para la inteligencia de lo que se lee, para ser luego idóneos predicadores de lo aprendido.
El lector diligente estará más dispuesto a llevar a la práctica lo que ha leído, que a lograr su comprensión. Menor pena es desconocer lo que has de desear, que no poner en práctica lo que conocieres. Y como leyendo demostramos nuestro deseo de saber, así debemos poner por obra las cosas buenas que estudiando hemos aprendido.
Nadie puede penetrar el sentido de la sagrada Escritura si no se familiariza con su lectura, como está escrito: Conquístala, y te hará noble; abrázala, y te hará rico.
Cuanto más asiduo es uno en la lectura de la Palabra sagrada, tanto más rica será la inteligencia que de ella saque. Es como la tierra, que cuanto más se la cultiva, tanto más abundante es el fruto que produce.
Los hay dotados de capacidad intelectual, pero descuidan el interés por la lectura, y desprecian en su abandono lo que leyendo pudieron aprender. Y los hay con gran afición de saber, pero se lo impide su escasa capacidad. Estos tales, por su dedicación asidua a la lectura, llegan a saber lo que los mejor dotados nunca conocieron por su desidia.
Y así como el tardo en comprensión recibe el premio en atención a su noble afán, así el que no cultiva la capacidad intelectual que Dios le ha dado, se hace reo de condena, pues al despreciar el don recibido, peca por desidia.
Una doctrina que no va sostenida por la gracia nunca penetra en el corazón, aunque la registren los oídos: resuena, sí, en el exterior, pero interiormente nada aprovecha. La palabra de Dios transmitida a través de los oídos sólo llega a lo íntimo del corazón, cuando la gracia de Dios mueve interiormente al alma ayudándola a la comprensión.
* * *