A cada uno de nosotros, al venir a este mundo, se nos asigna un ángel guardián. Cada ser humano, independientemente de su raza, creencias, nivel social, aspecto o tamaño, tiene el privilegio de tener a su lado a un ángel que lo acompaña durante toda la vida. Está con nosotros todo el tiempo, dondequiera que vayamos y cualquier cosa que hagamos. Ha estado con nosotros desde el principio y con toda seguridad ya nos entrevistamos con él cuando decidimos venir a este mundo con el cuerpo y las cualidades humanas que hoy disfrutamos y sufrimos. Decía el Papa Juan XXIII: “La existencia de los ángeles custodios es una verdad de fe continuamente profesada por la Iglesia, que forma parte desde siempre del tesoro de piedad y doctrina del pueblo cristiano. La Iglesia los venera, los ama y son motivo de dulzura y de ternura.
Aunque es cierto que en algunas ocasiones – para nuestros ojos humanos – el ángel de la guarda parece haberse alejado de nosotros, también lo es que todos hemos vivido sucesos en los que su presencia es indiscutible. ¿Quién no ha arriesgado alguna vez su vida de manera irresponsable y temeraria? ¿Quién no ha sentido que en el momento crucial algo o alguien, alguna fuerza invisible, intervino apartándole de un peligro que podría haberle causado la muerte o al menos daños físicos? ¿Qué conductor no ha experimentado alguna vez la sensación de que alguien le avisó, llamándole perentoriamente la atención y aguzando sus sentidos en el momento clave? Todos hemos iniciado alguna vez algo con la profunda sensación de que aquello era un error, para más tarde comprobar que efectivamente, de haber seguido, las consecuencias habrían sido desastrosas. Según Terry Taylor hay dos épocas en la vida de todo individuo en las que el ángel de la guarda – ángel custodio o ángel guardián – tiene que esforzarse al máximo e incluso recurrir a la ayuda de otros ángeles: una de ellas es alrededor de los dos años de edad, época en la que el niño, que ya dispone de movilidad por sí mismo, se dedica a explorar el mundo que lo rodea, y la otra es la adolescencia, en la que un impulso parecido pero de otro nivel, nos hace despreciar totalmente los peligros a los que nos enfrentamos.
Los niños, antes de alcanzar la edad escolar, suelen percibir a los ángeles mucho más claramente que las personas adultas y del mismo modo, a toda una extensa serie de entes incorpóreos. Con frecuencia, éstos adoptan forma de niños, y así comparten sus risas y sus juegos. Otras veces, los suelen ver con apariencia de jóvenes de notable hermosura, hombre o mujeres. Además, independientemente de esta circunstancia, todo parece indicar que los seres angélicos sienten cierta preferencia por los niños.
El ya mencionado Dr. Lee relata en su libro cómo dos pequeños hijos de un modesto labrador se quedaron jugando mientras sus padres se ocupaban en las labores de recolección. Los niños, ansiosos de corretear por el bosque, se alejaron demasiado de la casa y no pudieron encontrar el camino de vuelta. Cuando los fatigados padres regresaron al oscurecer notaron la ausencia de los niños y, después de buscarlos infructuosamente por las casas vecinas, enviaron a los jornaleros en distintas direcciones a buscarlos. Sin embargo, toda la exploración resultó inútil y todos volvieron con el semblante afligido. De pronto vieron a lo lejos una luz que se movía lentamente a través de los campos lindantes con la carretera. La luz era esférica y tenía un bello color dorado. Los padres y sus ayudantes acudieron inmediatamente y al llegar vieron que allí estaban los niños, mientras la luz se desvanecía totalmente. Los pequeños relataron cómo se perdieron en el bosque y después de llorar y pedir socorro se quedaron dormidos al pie de un árbol. Luego, según ellos, los despertó una hermosísima señora que llevaba una lámpara y cogiéndolos de la mano los llevaba a la casa cuando sus padres los encontraron. Por más que los niños preguntaron, la aparición no hizo más que sonreír, sin pronunciar palabra. Los niños mostraron tal convencimiento en su relato, que no hubo forma de quebrantar su fe en lo que habían visto. Aunque todos los presentes vieron la luz y pudieron perfectamente distinguir los árboles y las plantas que caían dentro del círculo iluminado, sólo los niños vieron la aparición angélica.
El siguiente es el relato de la Sra. Jovita Zapien, quien oyó la voz de su ángel de la guarda por primera vez siendo niña, viéndolo sólo una vez, ya de mayor: “Mi primera experiencia con ángeles tuvo lugar hace ya mucho tiempo. Tenía yo entonces siete años y era la tercera de siete hermanos. Vivíamos en una casa bastante grande que incluía una especie de almacén donde se amontonaban diversas máquinas procedentes de un antiguo taller de impresión. Generalmente nosotros nunca entrábamos allí pero un día en que mi madre había salido a visitar a mi abuela dejándonos solos y encerrados con llave en la casa, a una de mis hermanas se le ocurrió atar una hamaca al tirador de la puerta y por el otro extremo a un hierro que sobresalía de una de aquellas máquinas. Así construyó una especie de columpio. Comprobó que estaba seguro columpiándose ella un momento, y luego seguimos los demás. Como mis hermanos pequeños lloraban decidí cederles mi turno columpiándome yo la última. Cuando finalmente me llegó la vez y comencé a columpiarme ocurrió algo inesperado. Al parecer aquella máquina estaba en un equilibrio muy precario pues el caso es que se cayó, quedando yo atrapada debajo. Uno de los hierros me había atravesado el muslo y la sangre manaba a borbotones. Perdí la visión y no sentía ningún dolor, sólo un calor muy intenso y una sensación de flojedad y abandono. Oía gritar a mis hermanas mayores y llorar a los pequeños pero nada me importaba, me sentía como ausente, indiferente a todo aquello. De pronto oí una voz que con toda claridad me ordenaba moverme y mantenerme despierta. Obedecí y mientras mis hermanas levantaban de algún modo aquella pesada máquina, los más pequeños tiraron de mí para sacarme. Arrastrándome me llevaron hasta la cama y allí permanecí hasta que llegó mi madre. La herida del muslo tardó un tiempo en curar pero finalmente mi facultad motriz no quedó afectada en absoluto, pues incluso llegué a ganar premios en atletismo. Nadie comprendió nunca cómo unas niñas pudieron levantar aquella máquina cuyo peso era de más de dos toneladas, para sacarme de debajo. Cuando muchos años después se llevaron la máquina en cuestión vi que entre muchos hombres apenas la podían mover, siendo necesaria una grúa. Así, en aquella ocasión no vi al ángel pero sí oí claramente su voz y sobre todo, fui consciente de su tremenda ayuda.
“Posteriormente he vuelto a escuchar su voz, siempre en momentos muy delicados y críticos de mi vida, y tan sólo una vez lo vi. Fue en el mes de Diciembre de 1987. Hacía ya cinco meses que había perdido a una hija de un mes. Murió repentinamente, en su cuna. El hecho me afectó tanto que ni siquiera las diferentes terapias seguidas lograron devolverme el gusto por la vida. Volví al trabajo y a mi vida anterior pero nada tenía ya sentido para mí. Me pasaba las horas llorando. Continuamente me preguntaba: ¿qué había hecho yo para merecer aquello? Tenía los nervios destrozados y padecía insomnio. Me solía despertar a las 2 o tres de la mañana sin conciliar de nuevo el sueño, atormentándome a mí misma con las preguntas de siempre. Una de aquellas noches lo vi. Apareció en la ventana, por fuera – no había cortina – tenía el aspecto de un hombre de unos treinta años, con pelo largo, barba, el rostro ovalado y una mirada dulcísima. En cuanto lo miré sentí cómo toda mi desgracia y mi amargura se diluían dejando paso a una inmensa sensación de tranquilidad y bienestar. Desde fuera y a través del cristal me habló, me dijo que no era necesario que sufriera ya más, que ya estaba bien de angustia y de dolor y que muy pronto todo cambiaría para mí y sería feliz de nuevo. La diferencia de temperatura había empañado el vidrio, no obstante lo percibí con toda claridad, pues acercó mucho su rostro al cristal. Tras unos segundos desapareció. Una paz y una felicidad inexplicables me invadieron. De pronto pensé que aquello no podía ser, que todo era producto de mi imaginación y que seguramente me estaba volviendo loca. Salí fuera y examiné atentamente la ventana. La escarcha empañaba el cristal, pero todavía en el centro del mismo se apreciaba la silueta donde un momento antes había estado aquel ser. Toqué el vidrio en aquel lugar y lo hallé inexplicablemente tibio, mientras que en los bordes de la ventana seguía congelado. No cabía duda, alguien había estado allí, alguien que con su mirada y unas breves palabras infundió un nuevo rumbo a mi vida. Efectivamente desde entonces mi situación cambió. El insomnio y la depresión desaparecieron y otra vez se encauzó mi vida.