Ciberia
A mi hija Carolina, a todos los niños que gustan de leer, a los que se inician en la cibernética.
Como todos los días de clase, a las ocho en punto, Ciberia entró en el hall central del Taller. A través del tabique vidriado pude contemplar la sonrisa que le dedicó a su padre, el Maestro, mientras depositaba la bandeja con el desayuno sobre la mesa auxiliar. Luego giró y, con la mano, nos hizo un saludo general a los ocho alumnos, que ya estábamos trabajando en nuestros laboratorios individuales dispuestos sobre cada lado de la gran sala octogonal.
La vi distante, como en aquellos días que la conocí, bella e inalcanzable, cuando suspiraba por una mirada suya, cuando admiraba y aprendía cada uno de sus gestos y, traduciéndolos al lenguaje binario, los enviaba al ordenador. O la filmaba con la cámara de vídeo, para luego procesar la grabación y dirigirla al mismo archivo.
Hacía cuatro años que había comenzado ese curso en el Taller, donde trabajábamos en la fabricación de los androides más sofisticados, autónomos, inalterables, con una piel que nada tenía que envidiar a la verdadera, miradas expresivas y movimientos perfectos que engañaban a todos. Por supuesto, en el mundo había varios talleres de este tipo, pero el del Maestro era reconocido como el mejor. Así, del nuestro habían salido varios ejemplares femeninos para Jeques árabes, no satisfechos con la belleza o inteligencia de sus mujeres. La Primera Dama Norteamericana era un androide perfecto construido por el hábil Maestro y, el sonriente joven que acompañaba a todos lados a la famosa Quinta Dama de Hierro —capaz de custodiarla como el más entrenado equipo de guardaespaldas—, era una de mis obras.
Gracias a los ordenadores más modernos, prácticamente no había límite para la incorporación de datos a los cerebros de dichas criaturas. Lo más difícil fue humanizar los movimientos, dar vida a los ojos, sensualidad a la sonrisa, dulzura a la voz. Pero no en vano era “El Maestro”; y lo pudo conseguir. Ahora, con la enseñanza a sus ocho alumnos, se aseguraba que ese difícil arte no moriría con él. Por otra parte, al trabajar en equipo, día a día nos íbamos superando.
Lo que nunca logramos fue que nuestras criaturas pudieran procrear ni tuvieran sentimientos. Todo era frío, racional, científico, inmutable. Casi perfecto. En realidad, antes de que yo ingresara al Taller, el Maestro me contó que había creado un prototipo capaz de amar, de emocionarse. Fue un logro muy importante, aunque desechó la construcción de nuevos ejemplares pues con una conmoción intensa su cerebro se bloqueaba —lo que en computación llamamos "colgarse" o “tildarse”—, y había que programarlo de nuevo. Si bien me asombraba del parecido con los seres humanos, despreciaba a esos muñecos inteligentes siempre bellos, aunque incapaces de amar, de tener hijos.
En un principio los androides no respiraban ni tenían sangre; fueron el arma secreta que los Estados Unidos enviaba a luchar para defender sus intereses en los países en conflicto. Se construían en serie y eran muy rudimentarios. Su cerebro, muy limitado, servía al único fin para el cual habían sido creados: matar. Estaban conectados a un complicado y voluminoso ordenador central dirigido por los mejores estrategas.
El Maestro fue el primero que creó, en forma artesanal, un modelo con sangre sintética y todas las vísceras fabricadas con diferentes plásticos de fórmulas exclusivas desarrolladas por nuestro súper ordenador; la capacidad intelectual resultó superior al nivel humano medio.
A escondidas, con los numerosos datos aportados a mi ordenador —guardados en archivos secretos—, con el rostro y la figura de Ciberia grabados en mi mente, fui modelando en cera cada curva, cada centímetro de su piel. Luego hice la matriz, preparé los productos sintéticos hasta darles la tonalidad exacta, configuré cada órgano, cada músculo —fibra por fibra—, con la consistencia y tonicidad de los originales, copié con exactitud el color justo de sus ojos claros, sus expresiones, su vitalidad... Paso a paso, con el pulso y la destreza de un cirujano, fui vaciando sobre el molde cada uno de los elementos conformados. Sólo la fuerza del amor y la ilusión de concretar el proyecto anhelado me dio las fuerzas necesarias para trabajar casi sin dormir.
Mi idea, que nació el mismo día que la conocí, fue enamorarla, realizar una reproducción exacta, reemplazarla y escapar con ella. Sabía del enorme poder que el Maestro tenía sobre los gobiernos de todo el mundo. Su ira no me hubiera permitido escapar con vida. La única solución era sustituirla por una copia perfecta.
Una vez que Ciberia correspondió a mi amor y aceptó el plan, mi tarea se simplificó. Los datos para el ordenador que fabricaba el cerebro los copiaba directamente con electrodos que colocaba en su cabeza. En pocos meses terminé mi obra y los tres estuvimos listos para el cambio. Tuve que hacer una pequeña marca indeleble en el androide ya que, de otra forma, no hubiera podido diferenciarlo de mi amada. Con los pasajes comprados y las maletas dispuestas —excitados, temerosos y felices—, enviamos mi criatura de “regreso” a su nueva casa y tomamos un avión para otro país.
Han pasado diez años de aquella aventura. Nos casamos y sólo faltaría un hijo para colmar nuestra dicha. Soy dueño de un taller similar en un país lejano y mi fama también se ha extendido por el mundo. El Maestro me avisó que llegaba con su hija porque deseaban verme e intercambiar opiniones para mejorar nuestras obras. Ciberia fue a casa de una amiga, mientras duraba la visita de su padre.
Observé que el Maestro había envejecido. Me pareció que adivinaba mi pensamiento porque me dijo:
—Tú, en cambio, te mantienes siempre joven.
—El tiempo pasa para todos.
—No para ti; ni para Ciberia. Fíjate, está igual.
Ese viejo temor... ¡Cómo iba a envejecer Ciberia, si era...! ¿Sospechará algo? No, me mira sonriente. Contemplé el rostro de aquella Ciberia creada por mí y volví a admirar sus rasgos puros, inalterables, con la misma mirada dulce de la verdadera Ciberia, mi amante compañera, tan joven, tan perfecta, tan igual. Me volví hacia el Maestro. Continuaba mirándome sonriente.
—¿Sigues enamorado de ella?
La pregunta me tomó de sorpresa, porque creí que habíamos ocultado nuestro amor con mucho celo, sobre todo cuando su padre estaba presente. No supe qué contestar. Se acentuó su sonrisa y apareció un brillo de burla en sus ojos.
Volví a observar el rostro de mi criatura, indudablemente mi obra maestra, tanto que logró engañarlo a él, que se preciaba de ser el único que, de una sola ojeada, era capaz de descubrir un androide.
El fulgor en los ojos del Maestro era intenso. Me estaba hablando.
—¿...no te diste cuenta del pequeño detalle que diferencia nuestras creaciones de los seres humanos?
Entonces comprendí; comprendí su sonrisa, el brillo de burla; comprendí que sólo una causa única pudo haberlo engañado; sentí acelerarse los latidos de mi corazón, mientras buscaba desesperadamente, con un espanto creciente, ese detalle inadvertido en la figura repetida de Ciberia....
...de Ciberia...
...de Ciberia...
...de Ciberia...
...de Ciberia...
...de Ciberia...