Secretos del conocimiento Egipcio
Secretos del conocimiento Egipcio Si los egipcios hubieran poseído no sólo este elevado orden de conocimientos, sino también un modo de expresarlos o de codificarlos similar al nuestro, sería todo más sencillo, y la paradoja de un supuesto pueblo primitivo que produjo obras maestras artísticas ni siquiera se habría planteado. Más allá de cierto nivel, en todas y cada una de las artes y las ciencias de Egipto el conocimiento era secreto. Las reglas, axiomas, teoremas y fórmulas —la propia materia de la ciencia y la erudición modernas— nunca se hacían públicos, y es posible que nunca se llegaran a escribir. Pero actualmente la cuestión del secreto se interpreta de manera equivocada. Los eruditos suelen coincidir en la idea de que la mayoría de las sociedades antiguas y muchas sociedades primitivas y modernas reservaban ciertos tipos de conocimiento a un selecto grupo de iniciados. Esta práctica se considera, cuando menos, absurda y antidemocrática, y en el peor delos casos se interpreta como una forma de tiranía intelectual, mediante la cual una clase iniciados mantenía a las masas en un estado de temor reverencial e inactivo. Pero la mente de los antiguos era bastante más perspicaz que la nuestra. Había y hay buenas razones para mantener ciertos tipos de conocimiento en secreto, incluyendo los secretos del número y la geometría, una práctica pitagórica que suele despertar especialmente la ira de los modernos matemáticos. El número sagrado de los pitagóricos, y los miembros de la hermandad habían de jurar que mantendrían su secreto bajo pena de muerte. Pero sabemos que hubo secretos porque éstos fueron revelados. Que Egipto poseía este secreto conocimiento resulta un hecho incontestable ante las proporciones armónicas de su arte y su arquitectura, reveladas por los estudios. Pero, quizás por desgracia, Egipto sabía también guardar sus secretos mucho mejor que los vociferantes griegos, lo que explica que los egiptólogos se nieguen a creer que los poseían. Aunque, por definición, no dejan de ser circunstanciales, las evidencias de que fue así resultan abrumadoras, y sólo nos falta comprender qué motivos justificaban el hecho de mantener este tipo o cualquier tipo de conocimiento en secreto. En un mundo moderno de control absoluto de masas, de guerra psicológica y de otros horrores delProgreso científico mental , es evidente que el conocimiento resulta peligroso. También lo es que los antiguos poseían una tecnología capaz de desatar una potencia psíquica brutal. Si observamoscon mayor detalle de qué modo nos hallamos emocional y psíquicamente condicionados a la manipulación —lo que, a su vez, hace que resulte predecible la manera como reaccionaremos a unas situaciones dadas—, veremos que tras el curioso simbolismo del número pitagóricosubyace un conocimiento muy peligroso. Un monumento o un edificio por ejemplo la torre Eiffel en forma alfa piramidal, constituye un complejo sistema vibratorio. Nuestros cinco sentidos están constituidos para captar estos datos en forma de longitudes de onda visuales, auditivas, táctiles y, probablemente, olfativas y gustativas. Los datos son interpretados por el cerebro, y provocan una respuesta que —aunque se dan amplias variaciones entre unos individuos y otros— resulta más o menos universal: nadie interpreta los últimos movimientos de la flauta mágica de Mozart, pero provoca cambios en la psique de quien la escucha. Los artistas consumados saben instintivamente que sus creaciones se ajustan a unas leyes: considérese por ejemplo la famosa afirmación del Francmasón Mozart, realizada mientras trabajaba en su últimos cuartetos, de que «la música constituye una revelación de índole superior a la filosofía . Sin embargo, no comprenden la exacta naturaleza de dichas leyes. Alcanzan la maestría sólo a través de una intensa disciplina, de una sensibilidad innata y de un largo período de ensayo y error. Poco de ello pueden transmitir a sus pupilos o discípulos: sólo se puede transmitir la técnica, pero nunca el «genio». Sin embargo, en las civilizaciones antiguas había una clase de iniciados que poseían un conocimiento preciso de las leyes armónicas. Sabían cómo manipularlas para crear el efecto preciso que deseaban. Y plasmaron dicho conocimiento en la arquitectura, el arte, la música, la pintura y los rituales, produciendo las catedrales góticas, los enigmáticos templos masónicos, todas las maravillas de Egipto y muchas otras obras sagradas antiguas que aún hoy, en ruinas, producen en nosotros un poderoso efecto. Este efecto se debe a que aquellos hombres sabían exactamente qué hacían y por qué lo hacían: se llevaba a cabo íntegramente a través de un conjunto de manipulaciones sensoriales. Si ahora observamos la época actual, no encontraremos ninguna obra de arte sagrada, pero sí incontables ejemplos de efectos nocivos —científicamente demostrados— que son el resultado del uso indebido de los datos sensoriales. La tortura, por ejemplo, constituye un uso indebido de los datos sensoriales. Los hombres conocen la tortura desde hace mucho tiempo; pero nunca, hasta ahora, se había estudiado científicamente. Cuando se analiza, se hace evidente que la tortura adopta dos formas: privación sensorial de confinamiento solitario y exceso de estimulación sensorial (atar a alguien al badajo de una campana; el potro de tortura, etc.). Hoy es un hecho bien conocido —y los trabajos en este ámbito revelan continuamente efectos aún más sutiles e insidiosos— que las tensiones y fatigas de la vida moderna tienen consecuencias, reales e, incluso, calculables, en nuestras facultades psíquicas y emocionales. La gente que vive cerca de un aeropuerto o trabaja con el ruido incesante de una fábrica vive en un continuo estado de nerviosismo. En los edificios de oficinas donde el aire se recicla o se hace un amplio uso de materiales sintéticos se crea una atmósfera donde los iones negativos son escasos. Aunque los sentidos no lo detectan de manera directa, en última instancia se trata de un fenómeno vibratorio de nivel molecular, y tiene poderosos efectos, mensurablemente perjudiciales: la gente se vuelve depresiva a irritable, se cansa con facilidad y su resistencia a las infecciones disminuye. Las frecuencias subsónicas y ultrasónicas producidas por una amplia gama de máquinas ejercen también una poderosa y peligrosa influencia. Actualmente los diseñadores poseen un cierto conocimiento de los efectos de los colores y de las combinaciones de éstos; saben qué efectos pueden ser beneficiosos, y cuáles nocivos, aunque no saben por qué. Así, la vida cotidiana de los habitantes de las actuales ciudades es técnicamente una forma de tortura, suave pero constante, en la que las víctimas y los verdugos se ven afectados por igual. Y todos llaman a eso «progreso». El resultado es parecido al que produce la tortura deliberada. Las personas espiritualmente fuertes reconocen el desafío, lo afrontan y lo superan; el resto sucumben, se embrutecen, se vuelven apáticas y fácilmente dominables: se adhieren servilmente a cualquier cosa o persona que prometa aliviar su intolerable situación, y los hombres se ven arrastrados con facilidad a la violencia, o a excusar la violencia en nombre de lo que imaginan que son sus intereses. Y todo esto se lleva a cabo por hombres que profesan elevados ideales, pero que ignoran las fuerzas que manipulan. Es un hecho incontestable que todos estos fenómenos ejercen sus efectos ya sea a través de los sentidos directamente, ya sea (como en el caso del aire desionizado, o en el de las ondas subsónicas y ultrasónicas) a través de otros receptores fisiológicos más sutiles. Es evidente, pues, que todos ellos se pueden reducir a términos matemáticos, al menos en principio. Los antiguos no podían construir una bomba de hidrógeno aun cuando hubieran querido hacerlo. Por otra parte, aunque la mente militar puede considerar que matar gente constituye un objetivo en sí mismo, el objetivo último de la guerra no es tanto el genocidio como la conquista psíquica del enemigo. La sola fuerza bruta provoca invariablemente una reacción violenta; las tiranías raras veces perduran cuando se basan únicamente en el poder militar. Pero cuando el enemigo está psíquicamente indefenso, el gobernante está seguro. Si observamos nuestra propia sociedad veremos seres humanos reducidos a la esclavitud mediante unos fenómenos sensoriales y supr,a-sensoriales impuestos por hombres que no saben lo que hacen. Podemos postular fácilmente una situación en la que unos hombres más sabios, pero no menos egoístas, produzcan un efecto similar de manera deliberada, a través del conocimiento de la manipulación de los sentidos. En las catedrales, así como en el arte y la arquitectura sacros del pasado, podemos ver el conocimiento de la armonía y la proporción correctamente empleado, provocando un sentimiento de lo sagrado en todos aquellos hombres cuyas emociones no han sido permanentemente paralizadas o destruidas por la educación moderna. No se requiere, pues, un gran esfuerzo de imaginación para concebir la posibilidad de dar al mismo conocimiento un uso totalmente opuesto por parte de personas sin escrúpulos. En principio, resulta concebible que las construcciones, los bailes, los cantos y la música puedan reducir a la masa de una determinada población a un estado de indefensión. No sería difícil para unos hombres que conocieran los secretos, ya que aquellos que niegan que dichos secretos existan producen un efecto parecido en nuestra época. Y es ya una tradición, repetida a lo largo de toda la historia (aunque personalmente no conozco ninguna evidencia concreta al respecto), afirmar que, si Egipto decayó y, finalmente, se derrumbó, fue por culpa del uso indebido y generalizado de la magia, que, en última instancia, no es más que la manipulación de fenómenos armónicos. Esta no es sino una razón válida para mantener ciertos tipos de conocimientos matemáticos en secreto. Hay muchas otras, relativas al proceso de desarrollo y la iniciación del individuo: al hombre que es incapaz de guardar un secreto sencillo no se le puede confiar otro más complejo y peligroso. Finalmente, debemos considerar la posibilidad de que hayamos alcanzado nuestros intelectos occidentales, innegablemente desarrollados, al precio de perder sensibilidad intuitiva y emocional; así, es posible que en el pasado el uso inapropiado de los conocimientos matemáticos hubiera sido más peligroso que en la actualidad. En todos los ámbitos del conocimiento egipcio los principios subyacentes se mantuvieron en secreto, pero se manifestaron en las obras. Cuando dichos conocimientos se escribieron en libros —y hay referencias a bibliotecas sagradas cuyos contenidos no se han hallado jamás—, dichos libros se dirigieron sólo a aquellos que hubieran merecido el derecho a consultarlos. Así, en lo que se refiere a la escritura, no tenemos más que unos cuantos papiros matemáticos dirigidos a estudiantes y, aparentemente, de carácter puramente práctico y mundano: aluden a problemas de distribución de pan y de cerveza entre un determinado número de personas, y cosas así. Más adelante mostraremos brevemente cómo Schwaller de Lubicz demuestra que estos ejercicios escolares se derivan necesariamente de unos conocimientos matemáticos teóricos elevados y exactos. En astronomía no tenemos textos, sino un calendario, maravillosamente preciso, que indica, más allá de toda duda, que los egipcios poseían una astronomía avanzada. Tampoco hay textos de geografía y geodesia, pero el trabajo de un gran número de eruditos ha mostrado que el emplazamiento y las dimensiones de la Gran Pirámide, así como los de las tumbas y monumentos que se remontan a la I dinastía, además de la totalidad del complejo sistema egipcio de pesas y medidas, no habrían sido posibles sin la posesión de un conocimiento preciso de la circunferencia de la Tierra, del achatamiento de los polos y de muchos otros detalles geográficos. En medicina nos encontramos de nuevo con el problema de la escasez de textos, y este problema se complica aún más por las dificultades técnicas de su traducción. Pero los textos de los que disponemos aluden a un corpus de conocimientos no escritos, mientras que, si se analizan con detalle, los que sí se han consignado por escrito divulgan un profundo conocimiento de la anatomía, la patología y la diagnosis. Por último —y de forma más convincente—, tampoco hay textos relativos a las técnicas arquitectónicas. Los murales egipcios están plagados de representaciones de diversas ocupaciones, aparentemente cotidianas (en realidad, poseen también un significado más profundo, pero ya volveremos sobre ello más adelante). Podemos ver carpinteros, alfareros, bastoneros, pescadores, constructores de barcos, maestros cerveceros..., es decir, todos los oficios comúnmente asociados a una cultura artesana desarrollada. Pero en ningún lugar de Egipto aparece una escena en la que se represente a un arquitecto trabajando. No hay nada que indique cómo se planearon, diseñaron o ejecutaron los prodigiosos monumentos de Egipto. Algunos planos fragmentarios, cuidadosamente dibujados en papiros montados sobre cuadrículas, demuestran que dichos planos existieron (lo cual no constituye ninguna sorpresa); pero no hay ni una palabra sobre los conocimientos subyacentes a dichos planos. La habilidad técnica de los egipcios ha resultado siempre evidente. Hoy también lo es que ésta llevaba aparejada un profundo conocimiento de la armonía, la proporción, la geometría y el diseño. Y está claro que todos estos conocimientos, técnicos y teóricos, eran secretos y sagrados, y que dichos secretos se conservaron. Donde se manifestaron fue en las obras de Egipto, donde podían producir sus efectos. El trabajo masónico consiste hoy en extraer de las obras de arte y de arquitectura los secretos conocimientos matemáticos y armónicos responsables del diseño de dichas obras, y en sondear, bajo la confusa y compleja apariencia de los jeroglíficos, la mitología y el simbolismo, la sencilla realidad metafísica de la que surgió toda esta complejidad, aparentemente arbitraria pero, en realidad, consistente y coherente. Hoy muchos de los secretos egipcios se mantienen en los rituales masónicos, de ahí su gran importancia.