La antigüedad del fuego queda atestiguada por el hecho de que actualmente no existe ningún pueblo primitivo que no lo conozca; es más, todos los pueblos saben «hacer fuego», con la única excepción de los andamanes y parece que hubo un tiempo en que sí sabían cómo hacerlo, aunque luego, en una determinada etapa de su historia, perdieron esa capacidad o la olvidaron. Si creemos en los numerosos mitos y leyendas que existen sobre el fuego, tendremos que convenir en que su descubrimiento no fue uno de los primeros que realizó el hombre.
El proceso que siguió el hombre primitivo con respecto al fuego podría muy bien haber sido el siguiente: en un primer momento lo debió contemplar como un fenómeno de la naturaleza como un don o un castigo del cielo en un estado natural (en forma de chispas, erupciones volcánicas, incendios provocados por rayos, etc.); en un segundo momento, el hombre debió hallar el sistema para conservar y alimentar ese fuego -considerado todavía entonces y durante muchos siglos después, mágico-; y, finalmente, consiguió «fabricarlo» por medio de múltiples y variados sistemas. Las consecuencias del descubrimiento y utilización del fuego fueron numerosas y muy útiles. Su luz y calor le proporcionaron al hombre la posibilidad de dejar de vivir en la oscuridad y de combatir el frío, con lo que pudo aposentarse en lugares hasta entonces inhóspitos, como las regiones polares. También el fuego se convirtió en un arma de defensa, contra las bestias y contra los propios hombres de otras tribus. Asimismo, sirvió para endurecer la madera, para cocer alimentos y, en lo que podríamos denominar los antecedentes de las velas, sirvió para que en las primitivas lámparas de piedra llameara el fuego mágico y eterno de la vida gracias a la combustión de la grasa animal.
En relación con esta última consecuencia, no es menos importante señalar que el fuego favoreció la convivencia social, estimuló la imaginación y el poder de creación del ser humano.
La magia del fuego
Gracias a esas primitivas lámparas de piedra donde llameaba el fuego y cuyo combustible era la grasa de los animales, los hechiceros empezaron a pintar manos, círculos, figuras de difícil comprensión, animales con flechas clavadas y toda una serie de símbolos que formaban parte de distintos rituales de caza y de otras finalidades mágicas.
El desconocimiento actual sobre las finalidades concretas de estas expresiones artísticas es todavía mayúsculo. Sin embargo, no es difícil de creer que alrededor de estas figuras se debieron reunir los miembros de la tribu para celebrar ceremonias rituales con la finalidad de invocar a los dioses para que les favorecieran en sus salidas de las cuevas, a cielo abierto, en las jornadas de caza.
Así pues, las pinturas rupestres pueden considerarse como la primera manifestación mágica de las antiguas tribus. Y no hay que olvidar que una manifestación semejante no hubiera podido tener lugar sin la presencia del fuego, el elemento que proporcionó la luz necesaria para que estas pinturas pudieran realizarse.
La luz de la vida
Como se ha comentado anteriormente, las consecuencias del descubrimiento y de la utilización del fuego fueron numerosas: su luz y calor le proporcionaron al hombre la posibilidad de dejar de vivir en la oscuridad y de combatir el frío; el fuego sirvió para endurecer la madera, para cocer alimentos, y se convirtió en un arma de defensa contra los ataques de los animales y los de otros hombres de tribus rivales; servía para matar pero también para curar y, gracias a todas estas características, empezó a ser considerado como un elemento mágico, cuyos misterios seguramente aquellos hombres empezaron a intentar adivinar reunidos alrededor de las primeras hogueras de la noche de los tiempos.
Un elemento imprescindible
A partir del momento en que el hombre aprendió a dominar el fuego, a creado, su utilización se volvió imprescindible. Todas las civilizaciones se han basado, al menos en parte, en el dominio del fuego y en las distintas aplicaciones que de su utilización se derivan para ejercer su dominio y expandir su influencia sobre otros pueblos.
De los primitivos palos con grasa se pasó a la utilización de teas con resina. Las hogueras eran alimentadas con madera. Seguidamente, los egipcios, así como los asirios y los fenicios y posteriormente los griegos y los romanos usaron el aceite como combustible.
Poco a poco la luz, como una de las primeras consecuencias de la utilización del fuego, se hizo más que imprescindible y se tiene constancia de que fue en Atenas donde nació el alumbrado, concretamente en los burdeles de la ciudad, costumbre que curiosamente se repitió en la civilización romana. Una celebración religiosa, que tenía lugar en honor a los dioses Atenea y Prometeo, una vez al año, fue la causa de que Atenas adoptara por primera vez en la historia la iluminación de una ciudad; esta es la primera constancia que se tiene de que la luz se instalara en un altar de adoración.
Las primeras velas
Resulta difícil constatar qué civilizaciones fueron las primeras en crear y utilizar las velas como elemento precursor de los utensilios que hoy en día conocemos, así como de la primitiva finalidad con la que fueron producidas.
Por una parte se sabe que ya los antiguos druidas (los que podríamos considerar sacerdotes-hechiceros de la civilización celta) instruían a sus sucesores en el interior de cuevas iluminadas. También es conocido que la civilización celta es una de las que utilizaba con mayor profusión el fuego y la luz en las celebraciones rituales dedicadas a sus dioses, como el l de noviembre (día del inicio del año celta) o el 2 de febrero (celebración en honor de la diosa Brigit); ambas fiestas fueron posteriormente adaptadas por la religión cristiana como el día de Todos los Santos y santa Brígida, respectivamente.
También se tiene conocimiento de que los etruscos, antiguos pobladores del norte de la actual Italia, ya utilizaban velas a las que denominaban cereus, que fabricaban con cera y sebo y cuya mecha se formaba con fibras como la estopa o el junco. Del mismo modo, en Roma se utilizaban grandes velas en los altares dedicados a los dioses y también iluminaban las casas de los altos mandatarios.
Algunos historiadores dicen que fue gracias a la persecución que los cristianos sufrieron por parte de los romanos cuando la función básica de la vela -servir de instrumento de iluminación-, adquirió también un sentido mágico y religioso. En las antiguas pinturas de las catacumbas ya se representan velas en los altares de los mártires y se dice que este puede ser uno de los orígenes de la utilización de las velas en la liturgia cristiana (aunque es más probable que fuera debido a una simple adaptación de las costumbres paganas).
Otros historiadores postulan el origen judío de la utilización de velas en ceremonias religiosas y, ciertamente, el candelabro judío es uno de los símbolos más antiguos que se conocen del uso de las velas con estos fines.
En el cristianismo, la religión que ha dominado en Occidente a lo largo de los siglos, la documentación referida a la existencia y utilización de las velas en las ceremonias es amplia y extensa. En el siglo III d. de C. ya se utilizaban en los cortejos fúnebres y en los bautizos; posteriormente algunos papas dictaron leyes para prohibir su uso en los cementerios; en el siglo XI se ordena colocar velas en los altares y, sucesivamente, en catedrales e iglesias importantes se encendían velas durante toda la noche en conmemoración de las festividades más representativas (Navidades y Pascua).
Precisamente el origen del cirio de Pascua se halla en una columna donde, previa consulta a los astrólogos, el patriarca de Alejandría escribía la fecha del primer domingo siguiente al decimocuarto día de la Luna de Marzo, columna que enviaba al Papa para su aprobación. Esta costumbre fue después sustituida por el cirio que se enciende la noche de Pascua.
Pero en la actualidad escribir en los cirios no es ya patrimonio exclusivo de los actos religiosos sino que también forma parte de la celebración de rituales de magia y de invocaciones.