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Compañera
Atravesamos juntos el país. Me llevaba de la mano unas veces, otras veces mi brazo cercaba su cintura. Y siempre andaba, andaba, como quien tiene norte, mas sin fijarse plazo.
No teníamos prisa por alcanzar la meta, la meta era el camino, paso a paso a la par, con la calma impregnada de luz de la carreta, pero sin el aprieto de tener que llegar.
Finalmente me dijo su nombre al tercer día, pero era irrelevante. Los nombres no incorporan nada nuevo al carácter; la auténtica hidalguía es hija de las obras; los nombres se evaporan.
Y sus obras hablaban a mis obras, de frente, sin curvas ni caretas, como quien nada esconde; asentamos entre ambos hospitalario puente por donde cruzan libres quien pregunta y responde.
Ella descubrió cosas que yo había olvidado, yo alcancé el engranaje que rodaba su vida, y cada noche, al fuego, bajo el cielo estrellado, en mis brazos, tan quieta, se quedaba dormida.
Era suave y directa como una mano amiga, y al sonreir lo hacía con casi el cuerpo entero; desprovista de planes y huérfana de intriga, y un estilo de vida gozosamente austero.
Anduvimos caminos, visitamos ciudades, conocimos personas que nunca hemos de ver, rozaron nuestras manos piedras que otras edades labraron lentamente, y en cada amanecer
percibimos el mundo como si renaciera sólo para nosotros: El sol, los encinares, el arroyo…, era nuestra toda la primavera, y ambos éramos nuestros únicos familiares.
Pero llegó el momento de bifurcar la senda, y al quedar solo tuve la sensación extraña de haber perdido el alma, de cubrirme una venda los ojos, y una daga rasgándome la entraña.
Y al romper de la aurora cada mañana clara, al contar en la noche cada lejana estrella, al contemplar al fondo del recuerdo su cara, con tan amplia sonrisa, me pregunto por ella.
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