Siempre recordaré esa época en la que ella estuvo a mi lado. Y digo ella, porque no quiero mostrar su nombre.
Aunque ella lo sabe. Fue la vez que una mujer más rápido me enamoró.
Es el día de hoy que ella siempre ríe al recordar la situación.
Estuvo jugueteando conmigo como una gata con una bola de lana.
Y el día que se decidió a enamorarme tardó exactamente un minuto.
Bueno, dicho así suena a que es una exageración, pero lo que ella riendo considera un minuto, quizás fue una semana. Sin embargo a mi me pareció un segundo.
Todos sabemos que el tiempo es algo relativo según la persona que lo calcule. Era una chica con una gran sonrisa, un corazón enorme y unos hombros demoledores. Algo tenían esos hombros que me dejaban indefenso. Y ella era consciente de su efecto. Cuando los dejaba al descubierto unas veces era de forma casual, pero la mayoría de las veces era de forma intencionada, consciente de su belleza. Estaban rematados por tres juguetones lunares que ella se encargaba de que yo recorriese con mis labios con frecuencia. Le encantaba ponerme una venda de seda alrededor de los ojos y hacerme acertar dónde estaban situados con solo el tacto de mi boca. Algunos días incluso me chantajeaba diciéndome que si no acertaba, no tendríamos sexo.
Lógicamente ese ultimátum me motivaba enormemente para aplicarme en acertar donde estaban esos juguetones puntitos de su pálida y templada anatomía. Solo convivíamos los fines de semana pues vivíamos en diferentes ciudades y nuestros trabajos nos mantenían separados. Era frustrante pasarse toda la semana esperando el deseado fin de semana en el que en dos días y medio teníamos que recuperar todo lo que ansiábamos los restantes cinco días.
Conforme se acercaba su cumpleaños, el día ocho de octubre, fui ahorrando para poder regalarle algo especial, así que ese día, en una cajita roja suavemente envuelta en un papel dorado, le regalé una sortija de oro rematado con unos bonitos rubíes. Entonces todavía no vivíamos juntos pero pensé que sería un buen motivo para convencerla de que mis intenciones iban en serio. Se lo coloqué en el dedo anular derecho y ella con una sonrisa picarona me susurró un “gracias” al oído mientras su lengua jugaba con mi oreja.
Después de una semana, un día descubrí que su dedo no tenía la sortija que yo le había regalado, sin embargo ella no parecía estar afectada por la situación. Pensé que había olvidado ponérsela, pero los días pasaban y la sortija no aparecía en su dedo. Yo no me atrevía a preguntar pues cuando miraba su dedo ella clavaba la mirada en mis ojos como mostrando un desafío a que le preguntase.
El fin de semana siguiente nos quedamos a dormir juntos. Yo seguía preguntándome cual había sido el destino de la sortija, pero esperaba que ella me lo contase. Después de una cena íntima, nos acercamos a la cama entre besos y abrazos y ella apagó la luz.
Comencé a recorrer su cálida anatomía. Le gustaba el trabajo bien hecho y sin prisas. Así que comencé por el cuello hasta finalizar por sus preciosos pies. Al juguetear con sus dedos entre mis labios, detecté algo duro y al instante deduje a oscuras el objeto con el que había tropezado. Ella encendió la luz y riendo me dijo. “Ahora ya has aprendido donde me gusta llevar tu regalo. Y seguro que no te molesta que lo lleve allí, ¿verdad?.
Desde entonces nunca me he olvidado de ella y en especial en cómo luce mi regalo que pese al paso de los años, sigue llevando aunque ya no estemos juntos.
“En las relaciones íntimas nunca se sabe qué detalle puede hacer que algo se vuelva extremadamente excitante”.
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