El buen oyente tiene tan abierta la mente
como los oídos. Se le conoce en una
reunión porque deja hablar a sus
interlocutores, sin que esto signifique
estar siempre de acuerdo con ellos: sabe
que no se puede tener razón en todo y que
los demás tienen muchas cosas que enseñarle. Por esta razón, cuando asiste a una
conferencia, siempre son apreciadas
sus intervenciones, pues no se desprende
de ellas el menor rastro de agresividad.
Esta libertad es el signo de una gran
madurez intelectual y afectiva. Sólo la
madurez intelectual sabe aceptar las ideas
de los demás con sus contradicciones,
sus exageraciones y sus prejuicios: se
escucha incluso aunque no se vaya a sacar
de ello un provecho inmediato: es el
científico que sigue con atención una
exposición literaria, el pintor que escucha
con agrado un concierto.
Aunque la ultra especialización de nuestro
siglo no favorece ese estado de espíritu.
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