Dios está en ti. Dios está en mí. Dios está en todos.
Imagina qué diferente sería si siempre tuviésemos eso en mente. Estaríamos menos inclinados a regañar al mesero por confundir nuestro pedido, o reprender a alguien que hirió nuestros sentimientos. Podemos justificar nuestras acciones –por ejemplo, al señalar las faltas de otro– pero en esos momentos en que "perdemos los estribos" con alguien, somos nosotros los que perdemos.