Dios, Padre nuestro, concédenos a tus hijos: pastores firmes en la fe para difundir tu verdad; sacerdotes de manos inocentes después de sus obras; presbíteros con un corazón puro que no pronuncia mentira; responsables capaces de servir y de suscitar iniciativas; líderes determinados a convencer más que a vencer; maestros dedicados al bien común y no al suyo propio; jefes libres de protagonismo y atentos a tu Reino; autoridades animosas a la hora de romper surcos de costumbres; guías fuertes a la hora de afrontar riesgos, juicios, infidelidades, soledad. En pocas palabras: no «Prometeos», sino personas que se esfuerzan en dar testimonio de ti y en representarte..
No me importa, Señor, presentarte la cuenta, como si tú debieras pagarme por lo que hago por ti. Tú me has dado todo, todo lo he recibido de ti: mi existencia no es más que un restituirte el don. Soy alguien a quien no se le debe nada.
Sólo te pido, Señor, que no desaparezca en mí la certeza de estar ya contigo en esa vida que durará para siempre, para la cual la muerte no es más que un terrible paso. Refuerza mi fe en esa eternidad de amor que ya saboreo ahora en cada chispa de amor humano. Demasiadas veces, hoy, me apremian cerrando los confines de la existencia en este mundo, en una autocondena a una vida que ya es muerte.
Creo, Señor, que del mismo modo que ahora me despierto por la mañana, resucitaré un día en tu aurora. No será un premio que me debas: será el rebosar definitivo de tu misericordia.
La ley del Señor es perfecta, reconforta el alma; el testimonio del Señor es verdadero, da sabiduría al simple. Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
Tu Palabra es esperanza, creatividad, imaginación, nuevo horizonte, cuando, limpio de las cenizas de la denota y del desaliento, continúo detrás de ti... porque tú estás conmigo. Tu Palabra es «sí» cuando lucho por elegir lo que es justo y no lo que es fácil; lo que es verdadero y no lo que es ensalzado; lo que es duradero y no lo que lanza destellos... porque así obraste tú. Tu Palabra es luz cuando te reconozco no en lo espectacular o extraordinario, sino en el pobre, en el hambriento, en el desnudo, en el enfermo, en el preso, en el oprimido: allí donde estás y no donde yo quisiera encontrarte... porque tú estás en ellos.
Oh Padre, tu Reino no es un fantasma que huya. Es nuestra realidad cotidiana la que tiene oídos tensos para oírte, ojos abiertos para verte, mente atenta a tus alternativas, corazón palpitante para seguirte día tras día.
Señor, tú eres el camino, la verdad y la vida. Pero ¡cuántos semáforos en rojo encuentro en mi camino! Por eso me aferro a los amigos como ancla de salvación; me entierro en mis seguridades personales; me vendo a mi trabajo; me quedo encantado con lo que brilla; me consagro a mi bienestar; me alineo con la superchería de los intolerantes; me distraigo con el estruendo de tantas mentiras; sigo el trajín de una vida sin sentido, dictada por los que me rodean.
Pero tú me avisas: reconoce a Dios como origen común y como creador para recuperar el sentido de lo sagrado. Reconoce a todo hombre para recuperar tu humanidad, con sus valores de fraternidad, de justicia, de libertad. Reconoce la naturaleza como fuerza que hemos de respetar sin intentar someterla, explotarla, poseerla o reproducirla en copias cada vez más desteñidas. Sólo así caminarás conmigo, y mi llegada te encontrará preparado. Sólo en sintonía con los valores del Espíritu te salvarás y la muerte te encontrará preparado.
Tu oración consistía, a veces, sólo en una mirada dirigida al cielo antes de actuar o en una breve invocación; otras veces consistía en una expresión de abandono, en un grito de reparación, en un agradecimiento filial o en una manifestación de la voluntad del Padre. Era una oración dulce y gozosa, pero también una oración de tensión cuando se acercaba la última hora, de miedo y de angustia al beber el cáliz. Orabas solo o con otros, de noche o por la mañana, de pie o sentado, en el desierto o en la soledad absoluta de tu alma. Orabas siempre, porque -a diferencia de los fariseos- tu oración se convertía en vida, y tu vida -expresión de tu fe- era una efusión de la oración.
Oh Padre, te damos gracias por habernos llamado a construir tu Reino: a cada uno de nosotros le has con- Hado una tarea, según sus capacidades. Sólo nos pides una cosa, no permanecer inertes, no dejarnos vencer por el desánimo y por la desconfianza. ¿Para qué esforzarse tanto, si no sirve para nada?, parecen decir muchos cristianos de hoy, confundidos entre la masa de los que se dejan vivir y piden a los otros que se encarguen de la tarea de construir la sociedad.
Tú, en cambio, Señor, nos quieres activos, dispuestos a arriesgar en primera persona en tu lugar, por ti, como los siervos de la parábola que recibieron el mandato de su señor. Sí, porque tú has sido capaz, has querido arriesgar; te pusiste en juego cuando decidiste nacer del seno de una mujer y no te echaste atrás frente al desprecio y a la muerte: hiciste tu parte como hombre, en esta tierra, en tu tiempo. Ahora nos toca a nosotros, para que tu nombre sea glorificado para siempre entre los hombres. Amen
Oh Señor, verdadera luz de mi conciencia, haz que yo vea!
Para desarrollar mi misión en el presente sin titubeos, con coherencia y libertad, resistiendo a las lisonjas de la popularidad, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para continuar sirviéndote en las controversias sin cansarme nunca por acordarme de un tiempo más favorable, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para hacer frente y, así lo espero, para superar acontecimientos alegres o tristes, siempre enrocado en tu ley, consciente de que rara vez lo que brilla está en condiciones de dar alimento y vida, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para cantar por siempre tu bondad tantas veces probada, seguro de que este árbol mío dejado marchitar dará fruto a su tiempo, ¡haz, Señor, que yo vea!
¡Oh Señor, verdadera luz de mi conciencia, haz que yo vea!
Oh Señor, verdadera luz de mi conciencia, haz que yo vea!
Para desarrollar mi misión en el presente sin titubeos, con coherencia y libertad, resistiendo a las lisonjas de la popularidad, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para continuar sirviéndote en las controversias sin cansarme nunca por acordarme de un tiempo más favorable, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para hacer frente y, así lo espero, para superar acontecimientos alegres o tristes, siempre enrocado en tu ley, consciente de que rara vez lo que brilla está en condiciones de dar alimento y vida, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para cantar por siempre tu bondad tantas veces probada, seguro de que este árbol mío dejado marchitar dará fruto a su tiempo, ¡haz, Señor, que yo vea!
¡Oh Señor, verdadera luz de mi conciencia, haz que yo vea!
Cuántas veces, Señor, me diriges tu mirada y yo no me doy cuenta. Me lamento y protesto porque no escuchas mis oraciones; sin embargo, soy yo el incapaz de levantarme por encima de mi pequeña estatura para intentar verte.
Señor, concédeme la sencillez de corazón de Zaqueo y la firmeza de Eleazar. Pierdo mi vida corriendo detrás de muchas cosas que me distraen, presto oído a las lisonjas del mundo y a las murmuraciones de los holgazanes, tengo miedo de exponerme al juicio de la gente...
Señor, hazme comprender lo que quieres de mí, qué es lo verdaderamente importante. Hazme comprender que la vida tiene sentido y nos da alegría sólo si correspondemos a tu voluntad.
Lloraste por tu ciudad, Señor. Lloraste por tu gente.
Señor, que yo te encuentre como amigo junto a mí en el día de tu «visita». Que yo no cierre ni el corazón ni la mente, de suerte que no sea capaz de leer en los acontecimientos el signo de tu voluntad. Haz que te reconozca presente en los hermanos, a lo largo de los caminos y en los acontecimientos de este mundo atormentado, para que el juicio no recaiga sobre mí como recayó sobre la ciudad que fue incapaz de reconocer a tus profetas.
Haz que yo opte siempre por ti, incluso cuando esta opción exija una buena dosis de valor.
Haz que no pierda ni la confianza ni la esperanza aunque se presenten graves obstáculos a la manifestación de mi fe.