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En 1913 un joven se iba al servicio militar. Había crecido en una familia cristiana en una aldea del valle del Ródano (Francia). Había oído el Evangelio, pero no lo había recibido en su corazón. Simpático y afable, era muy apreciado por todos los que le conocían. Sus padres estaban tristes, pensando que dejaba la casa sin tener a Jesús como su Salvador; en cambio el joven estaba contento de vivir en una gran ciudad. Sus cartas desbordaban de entusiasmo.
Repentinamente recibieron una carta con malas noticias: su hijo había enfermado de fiebre escarlatina. Como esta enfermedad era curable, los padres confiaron que su hijo sanaría. Pero las cartas del joven escaseaban. Un día, una nota les anunció que el joven había padecido fuertes hemorragias y su vida corría peligro. Y al día siguiente, recibieron unas líneas conmovedoras de su hijo, diciéndoles que iba a morir de un día a otro, pero que Jesús era su Salvador y que iba a estar con Él. Será magnífico, escribió él.
Emocionados y tranquilizados a la vez, los padres tomaron el primer tren para Lyon, donde se hallaba el cuartel en el cual el joven hacía el servicio militar. Llegaron a tiempo para oír a su hijo expresar su felicidad en su último suspiro.
Se fue rápido, es cierto, pero admiremos el trabajo de Dios en un alma que en algunos días pasó de las tinieblas a su luz admirable, para la eternidad (1 Pedro 2:9).
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