Las ganas de vomitar hicieron que parara el coche bruscamente en el arcén de la autopista. Abrió la puerta y dejó salir todo lo que llevaba dentro. Eran las dos de la mañana y no había coches, solo las luces de posición rompían la oscuridad que arropaba ese amargo momento.
Luis se sentó en el césped que subrayaba el borde del asfalto, cruzó los brazos entre las rodillas y puso su cabeza mirando hacia abajo.
Entre lágrimas y mocos incontenibles intentó respirar hondo pero solo consiguió descolocar su estómago otra vez y volver a vomitar lo poco que le quedaba dentro.
Ahogado e inquieto no encontraba el momento de respirar. Se sentía morir pero solo era ansiedad.
Su nariz parecía vaciada así que aprovechó para coger un poco de aire. Se tumbó boca arriba y encendió un cigarrillo. Su coche era viejo y las luces bajaban la intensidad porque ya no quedaba batería.
En la oscuridad total de una noche carente de luna, Luis se quedó allí sentado; no esperaba nada, solo existía, en un tiempo y un lugar en el que sabía que ella nunca iba a volver.