El Socorro de los Sueños
Perdidos Apenas había tenido tiempo el teléfono de sonar cuando levantó nerviosamente el auricular. En una fracción de segundo toda su vida cruzó su espectante mente. Él era un tipo normal, cuya existencia no le había hecho ganar por lo que estar satisfecho. A sus treinta y dos años seguía soltero y sin compromiso. Realmente nunca había tenido una relación que no fuera amistosa con una mujer, aunque amigas tenía muchas y sabía tratarlas con respecto y cariño. Su vida siempre había sido mediocre y ahora tenía la oportunidad de hacerse mucho más rico de lo que nunca había soñado. En aquel negocio había depositado todo su capital, pero los ingresos que obtendría dejarían en ridículo aquella insignificante cifra. Al descolgar el auricular preguntó rápidamente: - ¿Dani? Hubo un pequeño silencio que se le hizo eterno hasta que, finalmente, desde el otro lado de la línea se oyó débilmente la voz de un hombre. - Sí, soy yo. Escucha... ¡Oh, mierda! Qué diablos, no me andaré con rodeos. Lo siento, me han comunicado que todo se fue al carajo; los malditos japoneses no están dispuestos a arriesgar su nombre en tu proyecto. Lo han rechazado. Le pareció que el techo se le venía abajo. Colgó el teléfono sin responder y se levantó. Sintió la habitación dar vueltas y se aferró al sillón para no perder el equilibrio. Tambaleándose, se dirigió al cuarto de baño. Se inclinó ante la pila y abrió los grifos. El agua golpeaba violentamente contra el mármol blanco del sanitario. Se echó aquel líquido en el rostro y se pasó la mano húmeda por la nuca y el cuello. El revitalizador frescor del agua le alivió el mareo. Alzó la cabeza y pudo ver su cara reflejada en el espejo del armarito. No era feo, aunque tampoco se consideraba atractivo. Se tenía como una persona normal, aunque poco violenta, pero no se asombró demasiado al despegar el armarito de la pared y estrellarlo con gran furia contra el borde de la bañera. El espejo saltó en minúsculos pedacitos adornando de brillantes destellos parte del suelo del cuarto de baño mientras que los utensilios que habían dentro del armarito corrían despavoridos hasta parar en algún rincón del servicio. Salió de allí con la ira reflejada en su rostro y tras abrir de una patada la puerta de su habitación entró en ella y se aproximó a la mesita de noche que había junto a su cama. Sacó un paquete de folios y cogió un bolígrafo. Se dispuso a escribir algo pero cambió de opinión y dejó el bolígrafo con fuerza sobre la mesa al tiempo que blasfemaba. Se dirigió al balcón y se encaramó a la barandilla. No había posibilidad de que simplemente se fracturara un miembro; lanzarse al vacío desde el décimo piso debía, indudablemente, provocar su fallecimiento. La suave brisa hacía temblar su chaqueta al tiempo que su corbata se mecía apaciblemente. Allá abajo nadie se había dado cuenta de aquella figura asomada al vacío, aquella figura algo atlética que había conseguido gracias al ejercicio que practicaba de vez en cuando, aquella figura no muy alta que amenazaba con desafiar la ley de la gravedad. Súbitamente, la expresión de su cara cambió. En su mente revoloteaban antiguas pasiones que él creía ya olvidadas y que, casualmente, emergieron para hacerle olvidar la idea del suicidio. Desde pequeño había ansiado grandes viajes, peligros incalculables, aventuras que, a lo largo de los años, habían ido convirtiéndose en cosas estúpidas que la civilización occidental se había encargado de arrinconar para dar paso a la comodidad, la lujuria, la rutina y, en la mayoría de los casos, la monotonía. Aquellas fantasías infantiles resonaban ahora en su cabeza como el llanto de un bebe que intenta captar la atención de sus padres. Se dio cuenta de que estaba sudando. Grandes gotas saladas resbalaban por su frente y se precipitaban al vacío donde el viento se divertía jugando con ellas. Midiendo todos sus movimientos efectuó un ligero salto hacia atrás, cayendo sobre el piso del balcón. Se dirigió lentamente al sillón en el que había estado sentado anteriormente y se recostó en él. Cerró los ojos y se dejó llevar por un acogedor calorcillo que recorrió todo su cuerpo. Hacía tiempo que no se tomaba un descanso de más de cinco minutos, aparte de para dormir durante la noche, momento que apenas aprovechaba. Sus miembros empezaron a adquirir gran peso y su cuello no pudo aguantar más tiempo su cabeza que reposaba ahora sobre su hombro derecho. Se sumió en un profundo y apacible sueño.
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