Y era con Dios que nuestro
caminante había estado dialogando toda aquella tarde. Tal vez sería mucho hablar
de diálogo, ya que no tenía muchas ganas de escuchar sino de hablar y
desahogarse.
El hombre cargaba una buena
estiba de años, sin haber llegado a viejo. Sentía en sus pierna el cansancio de
los caminos, luego de haber andado toda la tarde bajo la fría llovizna, con el
mono al hombre y bordeando las vías del ferrocarril hacía tiempo que se había
largado a linyerear, abandonando, vaya a saber por qué, su familia, su pago y
sus amigos. Un poco de amargura guardaba por dentro, y la había venido rumiando
despacio como para acompañar la soledad.
Finalmente llegó mojado y aterido
hasta la estación del ferrocarril, solitaria a la costa de aquello que hubiera
querido ser un pueblito, pero que de hecho nunca pasó de ser un conjunto de
casas que actualmente se estaban despoblando. No le costó conseguir permiso para
pasar la noche al reparo de uno de los grandes galpones de cinc.
Allí hizo un fueguito, y en un
tarro que oficiaba de ollita recalentó el estofado que le habían dado al
mediodía en la estancia donde pasara la mañana. Reconfortado por dentro, preparó
su cama: un trozo de plástico negro como colchón que evitaba la humedad. Encima
dos o tres bolsas que llevaba en el mono, más un par de otras que encontró allí.
Para taparse tenía una cobija vieja, escasa de lana y abundante en vida menuda.
Como quien se espanta un peligro de enfrente, se santiguó y rezó el Bendito que
le enseñara su madre.
Tal vez fuera la oración familiar
la que lo hizo pensar en Dios. Y como no tenía otro a quien quejarse, se las
agarró con el Todopoderosos reprochándole su mala suerte.
A él tenían que tocarle todas.
Pareciera que el mismo Tata Dios se las había agarrado con él, cargándole todas
las cruces del mundo. Todos los demás eran felices, a pesar de no ser tan buenos
y decentes como él. Tenían sus camas, su familia, su casa, sus amigos. En cambio
aquí lo tenía a él, como si fuera un animal, arrinconado en un galpón, mojado
por la lluvia y medio muerto de hambre y de frío.
Y con estos pensamientos se quedó
dormido, porque no era hombre de sufrir insomnios por incomodidades. No tenía
preocupaciones que se lo quitaran. En el sueño va y se le aparece Tata Dios, que
le dice:
-Vea, amigo. Yo ya estoy cansado
de que los hombres se me anden quejando siempre. Parece que nadie está conforme
con lo que yo le he destinado. Así que desde ahora le dejo a cada uno que elija
la cruz que tendrá que llevar. Pero que después no me vengan con quejas. La que
agarren tendrán que cargarla para el resto del viaje y sin protestar. Y como
usted está aquí, será el primero a quien le doy la oportunidad de seleccionar la
suya, vea, acabo de recorrer el mundo retirando todas las cruces de los hombres,
y las he traído a este galpón grande. Levántese y elija la que le guste.
Sorprendido el hombre, mira y ve
que efectivamente el galpón estaba que hervía de cruces, de todos los tamaños,
pesos y formas. Era una barbaridad de cruces las que allí había: de fierro, de
madera, de plástico, y de cuanta material uno pudiera imaginarse.
Miró primero para el lado que
quedaban las más chiquitas. Pero le dio vergüenza pedir una tan pequeña. El era
un hombre sano y fuerte. No era justo siendo el primero quedarse con una tan
chica. Buscó entonces entre las grandes, pero se desanimó enseguida, porque se
dio cuenta que o le daba el hombro para tanto. Fue entonces y se decidió por una
tamaño medio: ni muy grande, ni tan chica.
Pero resulta que entre éstas, las
había sumamente pesadas de quebracho, y otras livianitas de cartón como para que
jugaran los gurises. Le dio no sé qué elegir una de juguete, y tuvo miedo de
corajear una de las pesadas. Se quedó a mitad de camino, y entre las medianas de
tamaño prefirió una de peso regular.
Faltaba con todo tomar aún otra
decisión. Porque no todas las cruces tenían la misma terminación. Las había
lisitas y parejas, como cepilladas a mano, lustrosas por el uso. Se acomodaban
perfectamente al hombro y de seguro no habrían de sacar ampollas con el roce.
En cambio había otras medio
brutas, fabricadas a hacha y sin cuidado, llenas de rugosidades y nudos. Al
menor movimiento podrían sacar heridas. Le hubiera gustado quedarse con la mejor
que vio. Pero no le pareció correcto. El era hombre de campo, acostumbrado a
llevar el mono al hombro durante horas. No era cuestión ahora de hacerse el
delicado.
Tata Dios lo estaba mirando, y no
quería hacer mala letra delante suyo. Pero tampoco andaba con ganas de hacer
bravatas y llevarse una que lo lastimara toda la vida.
Se decidió por fin y tomando de
las medianas de tamaño, la que era regular de peso y de terminado, se dirigió a
Tata Dios diciéndole que elegía para su vida aquella cruz.
Tata Dios lo miró a los ojos, y
muy en serio le preguntó si estaba seguro de que se quedaría conforme en el
futuro con la elección que estaba haciendo. Que lo pensara bien, no fuera que
más adelante se arrepintiera y le viniera de nuevo con quejas.
Pero el hombre se afirmó en lo
hecho y garantizó que realmente lo había pensado muy bien, y que con aquella
cruz no habría problemas, que era la justa para él, y que no pensaba retirar su
decisión. Tata Dios casi riéndose le dijo:
-Ven, amigo. Le voy a decir una
cosa. Esa cruz que usted eligió es justamente la que ha venido llevando hasta el
presente. Si se fija bien, tiene sus iniciales y señas. Yo mismo se la he sacado
esta noche y no me costó mucho traerla, porque ya estaba aquí. Así que de ahora
en adelante cargue su cruz y sígame, y déjese de protestas, que yo sé bien lo
que hago y lo que a cada uno le conviene para llegar mejor hasta mi casa.
Y en ese momento el hombre se
despertó, todo adolorido del hombre derecho por haber dormido incómodo sobre el
duro piso del galpón.