Por
Sergio Sinay
(Ese artículo fue originalmente escrito para la revista española Mente
Sana)
Los niños que nazcan en estos tiempos pueden aspirar a vivir cien
años. Es la conclusión a la que llega, a través de distintas herramientas de
investigación, una de las nuevas ramas de la ciencia médica: la Medicina
Antienvejecimiento (MA). La MA estudia los factores que contribuyen al
envejecimiento o al desgaste prematuro de nuestro organismo, advierte cuáles son
evitables y propone cómo hacerlo. Por último, encuentra que se pueden contar en
cada uno de nosotros tres edades. La cronológica (número de
años vividos), la biológica (estado y desgaste del organismo) y
la psicológica (maduración y evolución mental y emocional). No
siempre están sincronizadas y muchas veces suelen correr por diferentes rieles.
A mediados del siglo diecinueve, el promedio de vida no superaba los 40 años en
la mayoría de los países occidentales Hoy va entre los 77 y los 81 años.
Acaso al terminar de leer el párrafo anterior te lamentes de haber
nacido cuando lo hiciste y no hoy. No lo hagas. No todo el secreto está en vivir
más. ¿Vivir mucho, acumular años en nuestra cronología, es de por sí vivir una
existencia trascendente, henchida de sentido? Cuando hayamos respondido a este
interrogante, veremos la vida como algo más que una suma de
años.
La semilla y el árbol
Píndaro, un poeta
griego que vivió cinco años antes de Cristo y que fue célebre por sus Odas, que
componía en papiros, escribió: “El hombre debe llegar a ser lo que
siempre ha sido”. ¿Qué crees tú que esto significa? Píndaro decía que
en la semilla está el árbol, que la vida de cada uno de nosotros tiene, desde el
comienzo, una razón y que la comprenderemos en la medida en que desarrollemos
todas nuestras potencialidades. Somos semillas que tienen el árbol completo
dentro de sí y necesitan las acciones y las condiciones que les permitan
plasmarse. Cuando el árbol está en flor y en plenitud, es lo que siempre ha
sido: aquello único, irremplazable e intransferible que estaba en la semilla.
Como no hay dos semillas iguales, ni jamás las hubo, no existen dos personas
idénticas, ni las habrá. Por lo tanto cada vida debe seguir su propio cauce y
allí encontrará su sentido, que es también único. Mientras esto no ocurre nos
sentimos insatisfechos, inquietos, a veces nos gana una desazón o un
desconcierto que no sabemos a qué atribuir. “Lo tengo todo, decimos, una buena
pareja, un buen trabajo, amigos, viajes, mi ordenador es de última generación,
el móvil no para de llamar, mis niños están bien, hemos cambiado el coche hace
apenas seis meses, ¿por qué no estoy en paz si nada me falta?”. Y, en ciertas
situaciones, también nos preguntamos (o le preguntamos a diferentes pitonisas):
“¿Qué será de mí?” O: “¿A dónde me llevará la vida”.
Cambia las
preguntas
Víktor Frankl, gran pensador, médico, filósofo y
psicoterapeuta austriaco que vivió entre 1905 y 1997 y pasó por circunstancias
extremas en su vida (estuvo tres años en un campo de concentración) solía decir
que aquellas preguntas nos confunden y angustian más de lo que nos aclaran. No
somos nosotros, sostenía, quienes debemos hacerle preguntas a la vida. Es ella
quien nos interroga: ¿Qué harás conmigo? ¿Qué sentido me darás? ¿Para
qué estás en mí?
La vida no nos hace esta pregunta con
palabras, sino con situaciones, aquellas situaciones que, en el diario
transcurrir, nos toca vivir. Nuestras respuestas, por lo tanto, tampoco pueden
darse con palabras. Debemos responder con acciones. Cada acción
es producto de una decisión y la serie de estas respuestas,
engarzadas como las cuentas de un collar, ponen ante nuestros ojos la
posibilidad de vislumbrar el sentido de nuestra vida, no de la vida en términos
generales y abstractos, sino el de la nuestra, la de cada uno de nosotros, de
manera específica y única.
Así es que cuando pensamos en el sentido de
nuestra vida, aquello que nos permitirá alcanzar la paz del corazón y la razón y
la esencia de nuestro ser, antes que preguntarnos por qué vivimos y por qué
estamos aquí correspondería que nos preguntáramos para
quévivimos. Ese para qué adquirirá en cada individuo
una expresión única y particular. Pero que siempre incluirá a los otros. El
sentido de nuestra vida aparecerá en la medida en que podamos elevar la vista
desde nuestro ombligo hacia el horizonte. Mientras está fija en el ombligo sólo
nos vemos a nosotros. Cuando busca el horizonte aparecen los otros, el prójimo,
el semejante, aquellos con quienes nos vinculamos, los que componen con nosotros
la compleja, sutil y sagrada trama de lo humano. Eso que le da sentido a nuestra
vida será, siempre y de un modo inevitable, algo que nos mejora y que mejora a
los demás y al contexto en el que vivimos.
El general Robert Baden
Powell, un militar británico que hace un siglo creó los legendarios boy scouts,
repetía esta consigna: “Trata de dejar el mundo un poco mejor de cómo lo
encontraste”. Cada persona puede hacerlo. Algunas desde su trabajo o
desde su arte, desde su profesión, desde el servicio que estén dispuestos a
prestar, conduciendo a sus hijos a convertirse en seres libres, autónomos y con
valores, trabajando por la Tierra, que es nuestra casa y nuestra
madre.
El agua y la sed
Por cada ser humano
existe un sentido de vida a desentrañar y expresar. Y es la responsabilidad de
cada uno dar con él. Es algo que nadie puede hacer por ti. Y mientras no lo
haces te sobrevuela aquello que se conoce como angustia existencial, una
sensación de vacío o de “sin sentido”. Una extraña sed difícil de saciar. No la
calman las cosas materiales que incorporamos y de las cuales nos rodeamos hasta
el agobio, no la satisfacen las sucesivas relaciones que iniciamos y dejamos, no
la atenúan las experiencias extremas que a veces consumimos una detrás de otra
en el intento de “sentir”, “vibrar” o percibirnos “vivos”. Decía Frankl que la
mejor prueba de la existencia y la necesidad del agua es la sed. Del mismo modo
podríamos afirmar que la prueba de que es necesario descifrar y consagrar el
sentido de cada vida es esa sensación de vacío y descontento que se instala
cuando no lo hacemos.
Para esto es esencial la voluntad de
sentido. Aquello que nos induce a comprometernos, y aún sacrificarnos,
para servir a nuestros seres queridos (sean o no parte de nuestra familia), a
crear obras (de cualquier tipo) por las que sentimos inclinación y a adentrarnos
en las áreas vitales de nuestro interés. Cuando hacemos esto se activan las
áreas de confianza innata que existen en nosotros.
La búsqueda
del tesoro
¿Y cómo se busca el sentido? En primer lugar, y
aunque parezca obvio buscando. Esto significa, preguntándonos
por nuestras necesidades, por nuestras vocaciones más profundas, por nuestros
vínculos, por aquellos intereses que nos ligan a los otros, por los servicios
que podemos prestar.
En segundo lugar, ampliando el campo de la
búsqueda, sin contentarnos con una sola mirada, sino yendo más profundo
en nuestros interrogantes. Se amplía el campo de la búsqueda cuando nos
internamos en actividades, círculos, experiencias, lecturas, aprendizajes,
exploraciones geográficas que nos han sido hasta ahora desconocidas. Si lo
hacemos de una manera consciente y atenta, prestando atención a nuestros
sentimientos, sensaciones, pensamientos y evocaciones, allí puede despuntar una
pista acerca de algo que nos conecte con nuestra noción de sentido
existencial.
Por último, sabrás que estás conectándote con aquello que le
da sentido a tu vida cuando percibas lo bello, cuando sientas que tu
sensibilidad se amplía y se hace más fina, cuando comiences a percibir aquello
que te une con los otros más allá de lo superficial, cuando eso que haces hacia
o con los demás no lo haces en busca de devoluciones, recompensas o elogios,
sino simplemente porque sientes que quieres hacerlo, que eso es lo que te llena.
Lo que da sentido a tu existencia (sea lo que fuere) es siempre algo que mejora
y preserva la vida como ese milagro que a todos nos involucra.
Volvamos a
la Medicina Antienvejecimiento y a la posibilidad de vivir cien años. ¿De veras
te lamentas de no ser un bebé nacido hoy? Quizá no se trate de tener una vida
corta o larga en términos cronológicos, sino de una existencia responsable,
construida sobre valores ciertos, que hagan de cada uno de nosotros alguien
bueno para el mundo en que nos toca vivir. Y ese mundo empieza en tu entorno
inmediato.
No importa cuánto dure, una vida con sentido es siempre
importante y cada uno de sus instantes será eterno.
Autor: SERGIO SINAY | Fuente: www.sergiosinay.com
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