Don
Roberto, hombre muy rico, tenía de todo en abundancia. Podía comprar lo que
se le antojara. Una tarde tomó en sus brazos a Margarita, su pequeña hija de
diez años de edad, y después de juguetear con ella por un momento le
preguntó:
—¿Has
pensado en lo afortunada que eres por ser hija del hombre más rico de esta
ciudad?
—Sí,
papá, todos te envidian. ¡Cómo quisieran tener ellos tu felicidad!
Todo
le iba bien a don Roberto. Pero la vida tiene sus giros imprevistos, y a los
pocos meses Margarita murió en un horrible accidente. Esto era más de lo que
Roberto podía sobrellevar, así que se dio a la bebida, al juego y a la vida
licenciosa. Con el tiempo perdió todos sus bienes.
Quebrantado
de espíritu, dejó la ciudad donde había sido tan popular, y se fue
peregrinando en busca de paz y consuelo.
Al
pasar por una población, vio que un hombre revolvía el trigo con una gran
pala.
—¿Por
qué no dejas en paz esos granos? —le preguntó.
—Para
que no se pudran —fue la respuesta.
Pasando
luego por un campo, vio a otro que araba la tierra con una reja muy aguda.
—¿Por
qué cortas tan profundo la tierra? —inquirió.
—Para
que sea más blanda, y así se empape bien de lluvia y sol —respondió el
campesino.
Mientras
pasaba por un viñedo, observó que un obrero cortaba, con tijeras, los
sarmientos de las matas.
—Amigo
—preguntó Roberto—, ¿por qué atormentas esos sarmientos?
—Para
que den una cosecha buena y abundante —contestó el obrero.
Don
Roberto se quedó muy pensativo. Caminó hacia la soledad de un bosque cercano,
cayó de rodillas, alzó reverentemente los ojos al cielo y exclamó: «¡Señor
mío!, yo soy el trigo que has revuelto para que no me pudra. Soy la tierra
que has cortado para que me vuelva blando. Y soy el sarmiento que has podado
para que dé buen fruto. Ayúdame a someterme a tu mano fuerte para llegar a
ser el siervo útil que Tú quieres que sea.»
Don
Roberto comprendió que los golpes de la vida producen madurez, fuerza y
gracia, y una verdadera paz inundó todo su ser. A pesar de haberlo perdido
todo, llegó a comprender que podía ser un hombre verdaderamente feliz.
Feliz
es la persona que en medio de la disciplina aprende su lección. La Biblia
declara que todas las cosas les ayudan a bien a los que a Dios aman. Pidamos
de Dios esa clase de fe, y veremos que cuanto más oscura es la noche, más
glorioso es el amanecer. Cristo quiere ser nuestro compañero de viaje en
nuestro peregrinaje por este mundo.
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