
Midas
Insensata, yo te halagaba por razones mínimas y adoraba sin más tus manos tus gestos tus sonrisas librando sin pudor y a toda hora la imprudente paloma de la dicha.
Me anegaba en tus cuencos enormes, repletos de infinito. Me adormecía en el dulce ensueño de los días.
Cual rey Midas, tú ibas prosperándolo todo –encendiendo los cirios, alumbrando recodos, transformando el metal más rudo en oro–.
Fue así que, poco a poco, te ganó la codicia y deseaste quedarte con el resto.
Te vi venir, cabizbajo y desgreñado el rostro descompuesto y la sonrisa petrificada en una mueca horrenda. Y yo no tenía a mano un cincel para esculpirte como en el cuadro aquel de mi recuerdo.
Primero te lloré después seguí soñándote buscándote sin tregua deseándote todas las horas de mi vida.
Hasta que solo, un día apareciste. Y traspasaste mi pupila y viste que había algo allí, detrás que te llamaba a descansar y a ser vos simplemente.
Me llamaré a callar en este punto —cualquiera adivinará cómo termina la historia—.
Susana Lavega Belloni

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