Desde los tiempos más remotos, la creencia en un Ser superior y supremo, que se
manifiesta en la totalidad de lo que el ser humano sólo manifiesta en parte, ha sido una
verdad y creencia básica compartida por todos los humanos. El hombre primitivo,
abriéndose paso por el lodo y el fango de los pantanos paleozoicos, se golpeaba el velludo
pecho con sus largos y deformes brazos y elevaba su grito hacia un Dios desconocido. Y
hasta los velludos antropoides de nuestros días, según nos cuentan los exploradores, tienen
ciertos rudimentos de prácticas religiosas. Sin alma pero sapientes, elevan al cielo sus caras
semihumanas y juntan sus manos como para rezar. Nadie sabe desde cuándo existe el
espíritu de veneración - el intenso deseo de expresar la gratitud por el simple privilegio de
existir -, pero no cabe duda de que es tan antiguo como la historia misma. Los primeros
escritos que se conocen se refieren a los dioses. Probablemente, los primeros edificios
fueron templos, pues día a día vamos cobrando conciencia cada vez mayor de que toda
estructura existente en la naturaleza es un santuario construido sin acompañamiento de
voces humanas o golpes de martillo. Pero no sólo es un santuario, sino también un altar. Y
no sólo es un altar, sino también la ofrenda que se hace en el altar. No hay voz, no hay
pueblo que no rinda culto a algún Dios, a alguna presencia sentida en silencio, a algún
poder visto en el cielo.
La totalidad de los seres humanos se dividen en cuatro clases generales, pero cada
ser humano vive únicamente en una parte de si mismo, o, más bien, reduce las restantes
partes para hacer resaltar por encima de ellas su parte predominante. La más baja de tales
divisiones es la de la naturaleza física; los que en ella residen son de “tierra”, son
“terrestres”; no viven más que para la satisfacción de su naturaleza física. Su idea del cielo
es la de un lugar donde hay mucha comida, mucho fasto y poco a ningún trabajo que
realizar. Son los Sudras Brahmánicos, quienes nacidos en cadenas, están condenados a
vivir y morir atados a los grillos de la baja calidad orgánica. La misma estructura de sus
carnes y huesos les impide tanto la fineza o perfección del cuerpo como la del alma. Las
mentes de tales seres sólo funcionan en parte. Sus cuerpos antes parecen prisiones que
lugares de residencia. Se diferencian de los otros temperamentos como el caballo de tiro se
diferencia del caballo árabe de pura raza. Lo mismo que caballos de tiro, tales seres viven
para llevar a cabo las tareas más bajas, sumidos en el tráfago de sus mediocres destinos.
Son los trabajadores que, en verdad, se ganan el pan con el sudor de su frente. Si se les da
opulencia, no son capaces de mantenerse en ella. Si se los rodea de lujo, son incapaces de
apreciarlo. Son los seres oscuros, terrestres, que deben inclinarse por siempre ante la
inteligencia. No aman a Dios porque no lo comprenden. Son como los velludos
antropoides, que elevan los brazos hacia elementos desconocidos.
La segunda división es la de los artesanos, de los que trabajan con la mente y con
las manos. Son los hombres pardos del mito hindú. Compran, venden y permutan. A su
torpeza básica se agrega un poco de astucia e inteligencia. Con esta astucia e inteligencia,
dominan a quienes no las poseen. Son los mezquinos tenderos, y también los que procuran
trocar gradualmente el trabajo manual por el trabajo mental. No disponiendo del organismo
mental apto para razonar, dependen, en su religión, de aquellos quienes piensan por ellos.
Son éstos quienes dejan que la clerecía resuelva sus problemas espirituales, sintiéndose
incapaces de cargar con el honor de los pensamientos profundos. Como resultado de esto,
su idea de la eternidad es más bien abstracta y su credulidad es empleada en beneficio
comercial de cierto tipo de mentalidades que considera legítimo el capitalizar la ignorancia
ajena.
La tercera clase es la de los científicos. Con el microscopio, el telescopio y otros
aparatos más complicados, los representantes de este tipo llegan a los límites de lo
conocido y hacen la guerra al caos ilimitado. Los que hacen esta guerra por la causa de la
ciencia son, las más de las veces, pensadores concretos que van hasta donde los llevan sus
instrumentos, y en el límite, se detienen a la espera de que instrumentos más poderosos les
permitan continuar el camino. En lo religioso, la mayoría de estas mentalidades son ateas,
salvo el caso de que tengan dos normas de vida, una para los seis días de trabajo en el
laboratorio, y otra para el séptimo día, en que van a la iglesia. Los milagros de la teología
no pueden ser sometidos al análisis químico. En consecuencia, el mundo científico los toma
cum grano salis, de donde deriva la controversia actual entre ciencia y teología, que cada
generación transmite a la desvalida posteridad, la que siempre llega al mundo en el
momento oportuno para entrar en debate.
El cuarto grupo, el más elevado de todos, abarca a filósofos, músicos y artistas que
viven en un mundo mental de carácter abstracto, rodeados de sueños y visiones
desconocidas e irrecognoscibles para los otros tres tipos. Se han elevado por encima del
mundo de la educación académica y han alcanzado el mundo del idealismo creador, que, al
presente, constituye la función más alta de la mente humana. Este mundo es el lugar de
residencia del genio, de la invención, de las cosas que las mentalidades inferiores pueden
aceptar pero no analizar. En lo religioso, estos espíritus son deístas. Los más de entre ellos
son monoteístas. Varios de ellos son místicos u ocultista, y aun cuando todavía no hubieren
llegado al plano del reconocimiento de sus doctrinas, no por eso dejan de pertenecer al tipo
superior de inteligencias, capaz de atravesar el velo que separa la sombra de la sustancia.
En toda naturaleza humana hay cierta expresión de instinto primitivo. Junto al
apetito de comida, que expresa el hambre de la naturaleza material y el apetito de libertad,
que expresa el hambre de la naturaleza intelectual, nos encontramos con la apreciación de
lo desconocido; esa aspiración da testimonio de la existencia de un germen latente de la
naturaleza espiritual que, de alguna manera y en algún lugar de la constitución de todo ser
viviente, dormita en forma aparentemente inanimada.
En cuanto el ser humano fue capaz de razonar, volvió su mente sobre sí mismo.
Trató de hallar una solución al misterio de su propia existencia, misterio que día a día le
revelaba con mayor plenitud su propia inteligencia en pleno desarrollo. ¿Qué soy yo?. ¿Por
qué estoy aquí?. ¿Qué hay más allá de la línea del horizonte de lo por venir?. Estos fueron
los grandes problemas con que se enfrentó el hombre primitivo; y estos son también los
grandes problemas con que se enfrentan el hombre y la mujer de nuestros días. Las
religiones fueron evolucionando gradualmente, a medida que el hombre trataba de
explicarse a sí mismo. En un tiempo, las religiones fueron pocas y sencillas, hoy son
numerosas y complejas. Esto nos revela en sí mismo la facultad de constante desarrollo de
la mente humana. El hombre primitivo no podía contar más allá de los dedos de su mano;
más tarde, la mente humana comprendió la matemática, y con esta ciencia puede ahora
realizar cálculos infinitos con cierto grado de inteligencia. La prueba más palpable de la
evolución de la mente humana se halla en el desarrollo de los trabajos del hombre. El
tronco ahuecado que usaba el primitivo para navegar ha llegado a ser el imponente vapor
de nuestros días. Este gran desarrollo, que fue produciéndose a través de las edades, no es
resultado de ninguna transformación milagrosa de sustancias naturales, sino del
crecimiento gradual de la mente humana, la cual va complicando cada vez más sus
actividades, formas y relaciones, como consecuencia de sus funciones eternamente en
aumento.
La religión es el resultado de muchas edades de hambre espiritual, cuando el alma
del hombre primitivo, hallándose a sí misma insuficiente, se postró con pavor ante la
inmensidad de la naturaleza, en cuya grandiosidad infinita aquélla vio un poder mucho más
grande que el suyo propio. El salvaje se volvió a los vientos y halló en ellos algo superior a
él mismo. Tembló de pavor ante la voz del trueno; quedó postrado de terror cuando las
grandes tormentas rugían a través del mundo primitivo y los cráteres de los volcanes
vomitaron piedras ígneas y cenizas candentes. Ofreció sacrificios a los dioses del éter para
que lo perdonaran.; lloró y clamó en la cumbre de las montañas y ofreció incienso a los
astros, como no hallaba a Dios en ninguna parte, le ofrendó sacrificios en todas partes. Vio
que las cosechas se quemaban por falta de agua, que sus hijos se enfermaban delante de él.
Sus esperanzas eran destruidas por una cosa desconocida, innombrada, que él no entendía,
y la que era el factor determinante de todo pensamiento y de toda acción de su vida. No
cabe duda de que fue en esa forma que se originó la primera religión, tal y como la concibe
el ser humano primitivo. Recordemos las palabras de Pope: “Io, el pobre indio, cuyo
espíritu inculto ve a Dios en las nubes y lo oye en el viento”.
El hombre es pequeño; la naturaleza es grande. El hombre es finito; la naturaleza es
infinita. El hombre parece, en su lucha contra la naturaleza, un frágil barquichuelo batido
por las olas. En los interminables giros y ciclos de pulimento de la naturaleza el hombre
antiguo reconoció la presencia del poder. Se dio cuenta que había algo que era más grande
que él mismo, que existía un poder supremo. Anheló procurárselo para sí y durante
millones de años luchó, como Hiawatha y el rey Maize, para extraer de ese poder
desconocido el secreto de su grandeza. Como Isis, conjuró a Ra a que revelara su nombre, y
trató una y otra vez de descorrer el velo de la Virgen del Mundo. Descubrió que algunas de
sus acciones lo destruían, mientras que otras le traían paz y bienestar. Trató de discernir
entre ellas y en el por qué de tal distinción, consciente de que su propia existencia dependía
de la sabiduría con que escogiese.
Dándose al fin cuenta de que no podría dominar a la naturaleza por la fuerza, trató
de dominarla por la obediencia. Nuestros códigos religiosos son resultado de los
experimentos primitivos con que la mente humana, luchando por subsistir, fue conociendo
gradualmente la voluntad de la naturaleza y amoldándose a esa voluntad.
Tenemos hoy día el privilegio de poder echar una ojeada retrospectiva a la historia
del género humano y de valernos de la experiencia acumulada en las edades históricas. Los
santos, los sabios y los redentores vivieron y murieron luchando con el problema del
destino humano. Los frutos de sus trabajos se conservan para nosotros en las escrituras y
filosofías de todas las naciones. ¿Qué son los así llamados Libros Sagrados?. ¿No son
únicamente el resultado de la contribución al conocimiento del mundo, que hicieron
aquellos que, habiendo dedicado sus vidas a los problemas de la humanidad y habiendo
aprendido a resolverlos, peregrinaron solos y sin temor por los mundos causales que el
hombre llama “naturaleza?”.
El hombre fue creando paulatinamente el cuerpo o institución que llama “religión”.
Un templo mental: sostenido por cierta cantidad de columnas, una columna por cada fe
humana. El este, el oeste, el norte y el sur han contribuido a la fuerza o a la belleza de ese
templo. El edificio, no obstante, es una cosa material. Es la ofrenda del hombre a lo
Desconocido. Del mismo modo en que el espíritu entra en el cuerpo cuando el embrión
alcanza cierto grado de evolución, el espíritu de la Verdad entra en el cuerpo religioso
cuando ésta se halla preparada para tal advenimiento. El mundo tiene muchas religiones,
pero la naturaleza no tiene más que una sola Verdad. Toda fe y doctrina son otras tantas
contribuciones al conocimiento de esa sola Verdad. Todas las doctrinas expresan un solo
ideal a través de una multitud de lenguas. Hay una Babel en la Tierra, pero hay una sola en
los cielos. Toda fe busca de respuesta a la única pregunta: “¿Cuál es el fin de la
existencia?”. Cada respuesta es diferente. Reunidas todas ellas en su diversidad, es la
Verdad lo que queda establecido. La Verdad es la suma de todas estas cosas. La realidad es
todas las cosas en todos los seres humanos.
La Sabiduría Antigua es el lado invisible, espiritual de la religión, lo que vivifica el
cuerpo de la religión. Es el espíritu único que habla a través de una multitud de lenguas. Es
aquella presencia que entra cuando su templo ha sido construido por el cuerpo de sus
trabajadores. Vivifica el cuerpo de la fe, le confiere animación y no simplemente una serie
de envolturas o esqueletos. Como los dioses de la India, tiene muchos brazos y muchas
cabezas, pero un solo corazón.
En la época prístina de la diferenciación humana, el hombre no podía gobernarse a
sí mismo, pero estaba regido por quienes la naturaleza había encargado que lo cuidasen y lo
llevasen al grado de evolución en que fuese ya capaz de cuidar de sí mismo. Se nos dijo que
cuando nuestro sistema solar comenzó a actuar, los espíritus de seres sabios provenientes
de otros sistemas solares vinieron hacia nosotros y nos mostraron las rutas de la sabiduría,
para que tuviéramos por derecho de nacimiento el adquirir ese conocimiento que Dios da a
todos los seres de su Creación. Dícese que fueron esos espíritus de seres sabios
provenientes de otros sistemas solares los que fundaron las Escuelas de Misterios de la
Sabiduría Antigua, pues esta Sabiduría era el conocimiento de la voluntad de la naturaleza
con respeto a sus criaturas. El arte más elevado de todos los mundos es el arte de ser
natural, pues lo que es natural sobrevivirá. Durante edades enteras, la religión se fundó en
hipótesis falsas. Trató de llenar el mundo de milagros y de cosas antinaturales. Trató de
tiranizar y de dogmatizar. Por esta razón, está fracasando. La religión es, no cabe duda, un
cuerpo, pero actualmente es un cuerpo sin alma. No ha construido su tabernáculo de
acuerdo a la ley. No sirve honestamente ni inteligentemente a las necesidades del género
humano, sino que antes bien se enreda a sí misma y enreda a sus miembros o feligreses en
interminables disentimientos de credos, doctrinas y códigos, habiendo olvidado
enteramente el espíritu de la Verdad. Como consecuencia de esto, uno de los elementos
más importantes de la vida humana está desapareciendo gradualmente de la faz de la
Tierra; y a falta de una religión honesta, inteligente, bien intencionada y progresista,
tenemos una edad de materialismo extremado, en que el Dios de los hombres se trueca, de
figura dorada de un Dios desconocido, en moneda dorada de “uso práctico” diverso.
La Sabiduría Antigua nos dice que sólo hay una religión y que el germen de esta
religión fue plantado en las almas de las cosas en el comienzo del mundo. Este germen
llegó a ser un poderoso árbol, con sus raíces en el cielo y sus ramas en la tierra, como el
banyan de la India. Del mismo modo en que todas las ramas penden del mismo tronco,
todos los credos y religiones dependen de una misma fuente, de una misma luz, por todo lo
que han sido, son o serán por siempre jamás. Algunas ramas son largas y fuertes; otras,
cortas y débiles, pero a través de todas ellas corre la misma vida. Esa vida es luz, y esa luz
es la vida del ser humano.
La Sabiduría Antigua no sabe, ni de cristianos, ni de gentiles, ni de paganos. No
reconoce más que la existencia de varias ramas pendientes de un mismo árbol; cada rama es
en sí misma incompleta, pero forma parte del árbol de la Fe. El árbol no pide nada a las
ramas; lo único que espera es que las ramas sean fieles al árbol y den Testimonio veraz de
la vida que corre por el árbol. La Antigua Sabiduría es la vida que corre por el Árbol de la
Fe. Nosotros no vemos la vida. Sólo vemos las hojas y las ramas que dan testimonio de la
vida, pero a su debido tiempo se cumple el milagro del árbol. La vida del árbol es
glorificada en el brote y en la flor. La vida del árbol se consuma en el fruto. La gloria de la
vida de ese árbol está en la nueva semilla que testimonia plenamente el poder creador de
todo lo que acaba de producirse y ha ocurrido antes. Este árbol es, ciertamente, el Árbol de
la Vida, pues sin los sentimientos elevados y excelsos, el ser humano no vive, sino que
simplemente existe. Si alguna de las ramas de ese árbol no da frutos, el Maestro nos dice
que hay que cortarla y arrojarla al fuego. Es deber de todo ser viviente al realizar tareas
verdaderamente constructivas, en reconocimiento de la vida divina que alienta en él. La
mejor manera de glorificar a Dios es la de que sus criaturas glorifiquen en sí mismas Su
espíritu.
En remotos pasados, los dioses se acercaban a los hombres, y mientras los Maestros
de las esferas invisibles de la naturaleza trabajaban con la humanidad todavía infantil en
este Planeta, los dioses escogían entre los hijos del hombre a quienes fuesen los más sabios
y veraces. Y con éstos trabajaron, preparándolos para que pudieran continuar la labor de los
dioses, cuando las jerarquías espirituales se hubiesen retirado a los mundos invisibles. Con
estos hijos del hombre, especialmente instruidos e iluminados, dejaron los dioses la llave de
su gran sabiduría, que era el conocimiento del bien y del mal. Dispusieron que esos
hombres así instruidos fuesen sacerdotes y mediadores entre ellos (los dioses) y la
humanidad que basta entonces no había abierto los ojos que le permitiesen atisbar el rostro
de la Verdad y poder vivir.
Amparados por la divina prerrogativa, estos iluminados fundaron lo que conocemos
actualmente como los “Misterios Antiguos”. Estas fueron escuelas de verdades religiosas,
en que la religión se usaba en el sentido que implica sabiduría divina. Podían entrar en estas
“universidades” espirituales los hombres más valiosos y capaces. Al principio, estas
escuelas fueron reconocidas públicamente. Se construyeron grandes templos para alojar a
los sacerdotes y para efectuar los procesos y rituales de iniciación. Se registraron los
arcanos místicos en esculturas, tábulas de arcilla y en rollos de papiro. Generación tras
generación se iluminó con la sabiduría encerrada en estos documentos conservados en los
repositorios sagrados.