Era una mañana fresca realmente encantadora. Los pastos estaban cubiertos de rocío
y el Sol ascendía lentamente. Se extendía sobre la tierra una gran paz que descendiendo
desde las montañas cubiertas de nieve lo cubría todo, hasta uno mismo, que observaba
arrobado el principio de un nuevo día con algunas nubes blancas bajo un claro cielo azul.
Para el que escribe, que caminaba lentamente por un camino montañoso de los Alpes
suizos, tenía una especial significación. Se iba a concretar una entrevista personal
concedida por Jiddu Krishnamurti que en esos días estaba brindando un ciclo de charlas
en Gestaad (Suiza) en un lejano día de julio de 1974. Sin ningún cuestionario preparado
acudí a la cita. Lo primero que me sorprendió de mi anfitrión, de estatura más bien baja,
delgado y elegante, merced al yoga que practicaba diariamente, fue su natural sencillez y humildad.
El tomó asiento en una silla común y al que escribe le cedió un señorial sillón medioeval.
No era locuaz sino más bien parco al estilo de las personas altamente equilibradas que
gozan de fina sensibilidad y le dan la real importancia que tienen las silenciosas
expresiones emocionales por encima del ruidoso manejo de palabras y más palabras.
Para ellos el silencio es un vehículo de comunicación de alta significación y esa
trascendencia funcionó plenamente en la entrevista colmando plenamente las inquietudes
que me habían inducido a realizar un costoso viaje que luego tuvo
su culminación meses después en Ojai, California.
Al respecto un íntimo amigo me relató, como testigo presencial, que cuando Krishnamurti
vino a Buenos Aires a dar conferencias en el año 1935 contaba con el rechazo de
ciertos sectores reaccionarios que no veían de buen agrado su visita. En oportunidad
de tener que disertar en el teatro Colón se había programado un escándalo
para disgregar al público, pero comenzando el desorden Krishnamurti dio unos pasos
hacia adelante sobre el escenario, exclamando: ¡Un momento! (con el brazo derecho
extendido al cual mantuvo así durante unos minutos). Eso sirvió para malograr el
escándalo proyectado y la charla tuvo lugar de acuerdo a lo programado.
Sin dudas él no relataba al gran público todo lo que sabía y sólo mostraba lo que
estaba acorde con el mensaje que tenía que darle sin hacer ningún alarde de superioridad.
Desde muy niño se había pronosticado que sería un notable mensajero espiritual
como uno de los pioneros de la Era de Acuario que se avecina y que según las
enseñanzas rosacruces, que también están efectuando un valioso aporte,
durará 2156 años cuando finalice astronómicamente la Era de Piscis.
La predicción formulada hacia el joven Krishnamurti indujo a sus admiradores a
fundar la Orden de la Estrella para que sirviera de vehículo a su prédica a
la cual él disolvió el 2 de agosto de 1929, devolviendo los cuantiosos bienes que
le habían donado, invocando como razón más poderosa que sólo pretendía
“hacer que el hombre fuera absolutamente libre”. Para ello repitió incansablemente
que el principal problema radica dentro del hombre mismo al cual sólo cada uno
puede solucionar mediante el autoconocimiento. Fundó
escuelas bajo esa tónica en numerosos países.
Sabiendo que estaba próxima su muerte proyectó viajar a Ojai (California) que había sido
prácticamente su hogar o lugar de asiento quizás más asiduo. Al no tener familiares
directos, reunió a sus amigos en Adyar (India) a los que les costaba contener su
silenciosa angustia. Fiel a la prédica de toda su vida se despidió de todos con una
sonrisa, sin haber dejado posesiones de ninguna índole y desapegado
totalmente de vínculos terrenales. Sus últimas palabras el 17 de Febrero de
1986, fueron: “No permitan que nadie eche a perder las enseñanzas”.